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¿Gala, amable?2014

Al redactar mi reciente libro Amables personajes, tuve serias dudas sobre si incluir o no a Gala entre los 42 personajes retratados. Evidentemente, Gala no era amable, al menos no lo era en la acepción común del término. Pero si consideramos amable como digna de ser amada, la cuestión no resulta tan clara. Finalmente, decidí no incluirla: a Gala, ser amada —excepto por Dalí y por sus jovencísimos y esporádicos amantes— le importaba bien poco y nos lo dejaba bien claro a todos los amigos del Maestro.

La relación entre el pintor y aquella mujer fascinante (que abandonó la tumultuosa relación con Paul Éluard, su papel de musa del surrealismo y sus ambiciones artísticas personales para dedicarse en exclusiva a educar, pulir y mimar la suprema creación que la haría pasar a la historia: Salvador Dalí) fue de una complejidad extrema que no resulta fácil de analizar y aún menos de resumir. Pero creo que una anécdota puede dar una idea aproximada de cómo era ella, y es la que, una tarde de verano, en el jardín de Portlligat, el propio Dalí nos contó a Beatriz de Moura —mi primera esposa y alma de Tusquets Editores— y a mí:

"Un día, a principios de verano, Gala y yo paseábamos por el paisaje más bello del mundo, que, como ya sabéis, es el cap de Creus, cuando encontramos una camada de diminutos y esqueléticos conejos a los que la madre había abandonado. Movidos por una piedad poco habitual en nosotros, los trajimos a esta casa para intentar salvarles la vida y, a base de biberones e infinita paciencia, los íbamos sacando adelante. Pero una noche, al escapar del cesto que estaba sobre la mesa de la cocina, cayeron al suelo y se mataron todos excepto uno, al que le dispensamos, desde ese momento, todos los cuidados y atenciones posibles."

"El conejo fue creciendo a nuestro lado, le dimos un nombre, nos reconocía y se ponía muy contento al vernos. Llegó a dormir en nuestra cama y a comer con nosotros en la mesa, sobre el mantel. Pero llegó el otoño y, como cada año, teníamos que irnos a pasar unos meses al Meurice de París y al Saint Regis de Nueva York. Gala y yo nos dimos cuenta de que era imposible llevarnos al conejito. Ante el problema, Rossita y Caterina, que nos cuidaban la casa durante nuestra ausencia, nos aseguraron que ellas se ocuparían del conejito durante el invierno y que lo encontraríamos a nuestro regreso. Pero la víspera de nuestra partida, Gala me hizo saber que no podíamos dejar a un ser tan querido en manos del servicio durante tantos meses, que lo había meditado bien y que la única solución coherente era... comérnoslo."

"Y así fue. Lo hizo sacrificar y cocinar, entre los llantos de Rossita y Caterina que nos llegaban desde la cocina. Nos vestimos de gala para cenar —de gala, término que no se pudo emplear nunca de mejor manera— y, a la tenue luz de las velas y con una profunda emoción, nos devoramos al querido animalito."

Así nos lo contó Salvador, en un momento de rara intimidad. No sé qué nos impresionó más, si la terrible historia o la absoluta y casi emocionada seriedad con la que Dalí la recordó. Estoy convencido de que el suceso (del cual solo he encontrado mención, y de pasada, en el libro de Amanda Lear, y que impresionó tanto a Milan Kundera cuando Beatriz se lo contó que lo convirtió —un poco deformado— en el arranque y justificación de su libro La inmortalidad) es lo que mejor ilustra el carácter de Gala y su influencia sobre Dalí.

Gala no hizo más que llevar al extremo con radical coherencia una de las fijaciones de Dalí: la recurrente obsesión de la humanidad por ingerir, digerir y defecar lo más querido, y el sacramento cristiano de la sagrada comunión como diáfana metáfora de esa obsesión, ya que el milagro sacramental se supone que transforma el pan ácimo en auténtico cuerpo de Jesús: es a Él a quien realmente devoramos al comulgar. Naturalmente, la hostia es solo un símbolo, una metáfora del cuerpo real del Ser querido, pero Gala decidió pasar por alto las metáforas y otras tonterías simbólicas. Ellos se comerían el cuerpo de verdad, el cadáver, el amigo amado.

Estoy convencido de que, si no fuera por el miedo a las consecuencias legales, Gala habría llegado a devorar a alguno de sus jóvenes amantes... Era bien capaz de hacerlo, tan crueles eran sus convicciones. Dalí la amaba tanto como la temía, seguramente porque toda pasión amorosa forzosamente debe atemorizar. Y lo que está fuera de toda duda es la indestructible pasión que se tenían el uno al otro y que los encadenó de por vida.

Arquitecto por formación, diseñador por adaptación, pintor por vocación y escritor por deseo de ganar amigos, Oscar Tusquets Blanca es el prototipo del artista integral que la especialización del mundo moderno ha llevado progresivamente a la extinción.
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