Mi hermana Esther.

Mayo 2006

Para el homenaje de la ACEC y posterior publicación en libro.

 

Como es natural, de niño no podía ver a mi hermana. Era la mayor, nos llevamos cinco años, y, aunque siempre tuve conciencia de que mi madre me mimaba mucho más, Esther me tenía dominado. En una ocasión, siendo yo un bebé, la vecina que nos acogió cuando, excepcionalmente, no estaba el servicio en casa, propuso a Esther comprarle al hermanito, o sea a mí. Inmediatamente y sin el menor asomo de duda, la malvada aceptó. El problema se  planteó cuando, al regresar mis padres, la vecina, prolongando la broma, devolvió a la niña pero no al niño, y Esther –espero que en uno de los momentos más duros de su vida- tuvo que confesar que me había vendido por un duro. 

Nuestros intereses no podían ser más opuestos, mientras a mí me atraía dibujar y todo lo mecánico, los trenes eléctricos, los juegos de construcción, el Meccano…, Esther devoraba libros, cuentos de hadas de pequeña, y todo Esquilo, Sófocles y Eurípides, poco más tarde.

Por una de aquellas arbitrariedades de hace tantos años, nuestros padres decidieron que mi hermana no estudiase bachillerato sino lo que entonces se denominaba “hogar”, que consistía en cocinar, bordar y estas cosas para las que Esther no puede estar menos dotada, o tener menos interés (nunca se sabe qué es antes, si el huevo o la gallina). Pero, al llegar a la edad de cuarto de bachillerato (no sé cómo se llamará hoy eso con la ESO; quiero decir lo que se estudia a los catorce años) Esther se dio cuenta de que no estaba hecha para interpretar el papel de esposa amantísima y sumisa o de mujer objeto. Ni siquiera -pese a los denodados esfuerzos de nuestra madre- montaba arrojadamente a caballo, jugaba bien a tenis, hacía ballet con gracia, se vestía con elegancia o dejaba de caminar con las puntas de los pies hacia dentro, para desesperación de mamá que no dejaba de lamentarse amargamente cuando la veía alejarse por la acera desde el mirador de casa. Total, que en un acto de cabezonería que la caracteriza, Esther se empeñó en estudiar y aprobar de corrido, en un curso,  los cuatro anteriores. No sólo lo consiguió sino que lo hizo con muy buenas notas, tan buenas, que en la fiesta final de curso, la Sommerfest de la Deutsche Schule, colegio donde se halagaba muy poco a los estudiantes mereció una especialísima mención y tuvo que subir, azaradísima y con las puntas de los pies hacia dentro, al estrado a recoger un diploma. Hoy, en este acto, me temo que esté igual de azarada, pero ya está algo más ducha en estos avatares; de hecho cuando me anunció este homenaje y me pidió que dijese estas pocas palabras, me dijo: “Sí, parece que me ha llegado el momento de los homenaje, Debe ser por lo anciana que me ven.”

Seguramente, el Colegio Alemán fue el causante de una de las manías que, a pesar de nuestros caracteres opuestos, compartimos. Independientemente de que conviviésemos, en un ambiente liberal, chicos y chicas, católicos y protestantes (evangélicos, decíamos allí), la escuela nos inculcó un cierto rigor y la exigencia de precisión. Se nos enseñó que dos y dos suman cuatro, no tres coma ocho o cuatro coma tres, y que zwanzig nach zehn quiere decir las diez y veinte en punto, no las diez y veinticinco o quarts d’onze. De aquellos polvos vinieron estos lodos; me refiero a nuestra intransigencia e irritabilidad ante los descuidos e imprecisiones de nuestros semejantes.

Otra manía compartida también proviene de la educación que recibimos, pero, en este caso, no en el colegio sino en casa. Se trata de nuestra manifiesta incapacidad para decir mentiras. Como Esther ha explicado en alguno de sus textos, nuestros padres fueron extremamente tolerantes en todo menos en una cuestión: decir siempre la verdad. En casa, contar una mentirijilla constituía una falta absolutamente imperdonable, lo que nos ha imposibilitado hacerlo el resto de nuestra vida; limitación que quizás nos haya convertido en personas de fiar, pero que ha sido una engorrosa rémora para nuestra vida social y actividad artística.

A mi hermana, o se la adora o se la teme, o se la adora temiéndola, como es mi caso. Siempre ha sido así. De muy pequeños, bueno, de muy pequeño yo, estábamos cenando, naturalmente a las órdenes del servicio, en el comedor de segunda del Hotel Costa Brava de la entonces desierta Playa de Aro. La cruel criada me estaba obligando a tragar un plato de patatas y espinacas rehervidas que me repugnaba (por culpa de aquellas arbitrarias imposiciones, la verdura, apenas hervida, no me ha gustado hasta hace pocos años, y las patatas, nunca). En el colmo de desesperación se me escaparon algunas lágrimas, y, al acto, con gran jolgorio del servicio, saltó Esther: “Anda, mirad, se pone a llorar como una nena”. En un inconsciente acto de impotencia cogí lo que tenía más a mano, mi cubierto, y se lo tiré a la cabeza, con tan mala fortuna, que le rompió la puntita de un diente. Petrificado ante las consecuencias de mi acto esperé aterrorizado la reacción de mi hermana. ¿Qué piensan que hizo? ¿Gritar como una histérica? ¿Tirarme otro objeto contundente? ¿Pegarme una paliza? Qué va, se quedó impertérrita y, tras un momento de denso silencio, sentenció: ¿Pues, sabes qué voy a hacer? No se lo voy a contar a los papás. Desde aquel día de mi más tierna infancia viví atemorizado ante la perspectiva de que un día mi hermana se enfadase por cualquier motivo, y le diese por chivarse. Este temor quedó tan enterrado en mi subconsciente que he tenido que esperar más de sesenta años para que, inesperadamente, haya recordado el hecho, y me haya dado cuenta de que ya es hora de liberarme del complejo de culpa, porque mi reacción de entonces, vista ahora, me parece muy proporcionada a la ofensa recibida, y aprovecho esta solemne ocasión para hacérselo saber públicamente.