Entender con Torroja.

Abril 2001

Para un libro dedicado al ingeniero.

 

Decía Albert Einstein que aquello que no consigues hacer entender a tu abuelita es que tú no lo tienes claro. ¡Cuánta razón tenía el sabio alemán! ¡Cuántas farragosas, pedantes, abstrusas e incomprensibles lecciones nos habrán impartido a lo largo de nuestra vida! Maestros ignorantes, en el colegio; catedráticos ex cátedra, en la universidad; ensayistas engolados y pretenciosos, ahora. Sólo el sabio que de verdad ha profundizado en un misterio lo ha desentrañado, lo ha “entendido” de verdad, es capaz de divulgarlo y hacerlo comprensible para todos.

Por esto, cuando comenzábamos nuestra carrera de Arquitectura, los mejores maestros nos recomendaban la lectura de Razón y Ser, el libro que al inicio de los años sesenta se había convertido en un clásico, necesario y –si era profundamente “entendido”– casi suficiente, sobre todo para los que no pretendíamos especializarnos en cálculo estructural.

Para los no versados en la cuestión, siempre existe una confusión entre un calculista de estructuras y un proyectista, o diseñador, de estructuras; de la misma forma que se confunde a un calculista con un matemático. Se cuenta que el mismo Einstein suspendió la asignatura de cálculo en la universidad, y esto no debería extrañarnos demasiado. Las dotes de ingenuidad, imaginación y atrevimiento, que son imprescindibles para un creador, no son las más aconsejables para un  calculista. El gran proyectista de estructuras Pier Luigi Nervi se reconocía un pésimo calculista.

Nuestra generación se pasó la mayor parte de la asignatura de estructuras calculando pórticos por el método de Cross, un método aproximativo que comportaba un fárrago calculista en el que, al final, siempre cometías un error –aunque fuese en una suma– que comportaba el automático cate. Cuando acabábamos la carrera ya se podía resolver el mismo problema, o sea el de X ecuaciones con el mismo número de incógnitas, de forma matemáticamente rigurosa, exacta e infalible, con el uso de ordenador (que entonces llamábamos computadora). Todo el tiempo malgastado luchando con el Cross había resultado absolutamente inútil; entonces no nos parecía una tragedia –teníamos todo el tiempo por delante– pero, ahora, rozando los sesenta –cuando el tiempo se acorta y luchamos desesperadamente por aprovecharlo– me parece un despilfarro tan inaceptable como la mili.

Muchos de nosotros no íbamos a calcular estructuras, no necesitábamos un sistema practicón, efímero y antiestético para calcular pórticos, lo que necesitábamos de verdad era “entender” cómo se comporta una estructura, cómo trabajan sus diferentes piezas, cómo se podría resolver el mismo problema con más elegancia, con menos material o menos complejidad, con más economía, entendida esta palabra en todo su sentido. Para esto resultaba –y resulta, pues sus verdades sí son imperecederas– totalmente revelador el libro de Torroja. Basta repasar el índice del libro para darse cuenta de la enorme ambición de su autor: hacernos “entender” el fenómeno tensional, el soporte y el muro, el arco, la bóveda y la cúpula, la viga de alma llena y la placa, triangulaciones y mallas, la contención, la cubierta y el cerramiento, el piso y el edificio, puentes y acueductos... Solamente hacia el final, Torroja dedica unas pocas páginas al cálculo, no a sistemas de cálculo, sino a la ayuda que suministra el cálculo a la proyectación de estructuras como método de comprobación y corrección. Porque ya en el capítulo inicial el autor ha dejado claro que “el proyectar, aun cuando sólo sean estructuras, si bien tiene mucho de ciencia y de técnica, tiene mucho más de arte, de sentido común, de afición, de aptitud, de delectación en el oficio de imaginar la traza oportuna, a la que el cálculo sólo añadirá los últimos toques con el espaldarazo de su garantía estático-resistente”.

Eso lo dice Eduardo Torroja, el  innovador, el creador de obras tan vanguardistas y técnicamente sofisticadas como el frontón Recoletos, el hipódromo de La Zarzuela, o la tribuna del campo de Les Corts; tan innovadoras y sofisticadas pero, a la vez, tan bellamente lógicas, tan convincentes; cuando Torroja las explica parece que no pueda darse solución más adecuada a los problemas planteados. Esta es la gran diferencia entre las obras de Torroja, y de todos los grandes ingenieros, y muchas de las obras que hoy llaman la atención de los medios. Porque el Frontón, el Hipódromo y la Tribuna, primero, nos sorprenden, no nos explicamos cómo se sostienen, pero cuando Torroja nos las explica –nos hace saber porqué tomó estas decisiones, porqué eran las más adecuadas, porqué le parecieron un paso adelante frente a otras opciones más tradicionales, nos las hace “entender”– es cuando de veras nos convencen y emocionan. Al Frontón, al Hipódromo y a la Tribuna de Torroja les pasa esto, pero ¿pasaría lo mismo con el Guggenheim de Bilbao? Evidentemente su forma nos sorprende, no sabemos cómo se sostiene, pero cuando averiguamos cómo lo hace, ¿sentimos mayor placer?, ¿nos convence?, ¿notamos la relación mágica, secreta, entre forma y estática que sentimos ante el Panteón de Roma, ante el acueducto de Segovia, ante la catedral de Chartres, ante las buhardillas de La Pedrera, ante un puente de Maillart o ante las obras de don Eduardo Torroja Miret?