Kate Moss.
Octubre 2005
El País
“Kate Moss es una de las chicas más elegantes de Europa. Probablemente es la hija que me hubiera gustado tener y nunca tuve. Me gusta porque no tiene referencias de nadie. Ella se inventa a sí misma. Además, es adorable, terriblemente generosa.”
Esto le decía el zapatero prodigioso, Manolo Blahnik, a Elsa Fernández-Santos en una larga entrevista que pronto se publicará como libro. Hace pocos días, la editorial envió las galeradas al zapatero para que éste realizase las correcciones que le parecieran oportunas y, efectivamente, Manolo introdujo algunas precisiones, pero no tocó ni una coma de las frases anteriores. O sea que, tras el escándalo mediático de las últimas semanas, a Manolo, esta maligna cocainómana le continúa pareciendo adorable, terriblemente generosa y la hija que le hubiera gustado tener. Menos mal que queda un señor −en el sentido más positivo del término− que no se apunta a la lapidación pública y universal que la modelo está sufriendo. Porque en el farisaico linchamiento de Kate Moss están interviniendo con exaltado entusiasmo no sólo los medios bienpensantes, pacatos y moralistas; lo están haciendo todos, la prensa sensacionalista, la televisión basura, los programas más descaradamente irrespetuosos con la intimidad de cualquier ciudadano. Los pocos que no se apuntan al insulto −como sus amigas Naomi Campbell y Sharon Stone− se muestran compasivos y proponen que se la recluya de inmediato en un centro especializado para su reinserción en la sociedad. Las firmas para las que Kate prestaba su imagen −Dior, Chanel, Burberry...− se precipitan a anunciar la rescisión de sus contratos. Se asegura que, en cuanto la modelo ponga un pie en el Reino Unido, será inmediatamente detenida por incitar al consumo de substancias ilegales.
Pero, vamos a ver, ¿qué ha hecho esta chica para merecer esta lapidación talibán? Ha sido filmada, a escondidas, en una reunión privada donde preparaba, con suma delicadeza y su tarjeta de crédito, unas rayas de cocaína para ella y sus amigos. O sea que de tráfico o incitación al consumo, nada de nada. Tal como dice Manolo, Kate, no sé si sería la hija, pero sí la amiga que muchos desearíamos tener, una rubia adorable y tremendamente generosa que acudiera a nuestras fiestas de buen rollo e invitando a algo de coca. Naturalmente, tendríamos la libertad de aceptar o renunciar −dependiendo de nuestra disposición y estado de ánimo, de la compañía y, sobre todo, de nuestros compromisos para el día siguiente−, pero siempre agradeceríamos el detalle; como lo harían tantos cineastas, músicos, publicistas, diseñadores, tantos modistos −algunos de lo cuales, Galiano por ejemplo, trabajan precisamente para las empresas que ahora amenazan con romper sus contratos, Dior por ejemplo− y tanto hijo de vecino con ganas de divertirse. Ya sé que el consumo de drogas puede derivar en una adicción destructiva −soy de la generación que idolatró y vio morir a Janis Joplin o a Jimmy Hendrix−, pero, mientras todos los padres saben, o deberían saber, que a la salida de cualquier colegio hay camellos apostados, aparentan escandalizarse al atisbar a un famoso esnifando, aunque sea en la intimidad. También el alcohol puede destruir, y destruye, a muchos individuos y a sus familias y, por ahora, quizás sólo por ahora, no es delito invitar a unas copas (aunque no sea éste el lugar para abordar tan delicado tema, me temo que, de igual forma que la ley seca convirtió a casi todos los norteamericanos en adictos a alcoholes adulterados −tal como explica magistralmente Groucho Marx−, la prohibición indiscriminada de otras drogas está generalizando su adulteración y consumo).
Desde luego, los que idolatrábamos a Janis Joplin y a Jimmy Hendrix no podíamos imaginar que las cosas irían por estos derroteros; que la acción de Farruquito −conducir sin carnet a velocidad temeraria, atropellar a una persona causándole la muerte, y darse a la fuga sin socorrerla− sería disculpada por la sociedad y por los jueces, mientras el desliz de Kate sería considerado imperdonable. ¿Farruquito se ha librado de la cárcel y va conduciendo tan campante y se nos pasa por la cabeza meter entre rejas a Kate Moss? También sorprende el encarnizamiento con la modelo −que, en último término, estaba arriesgando su propia salud− y el absoluto desinterés por el repugnante “amigo” que, traicionando su confianza, realizó la filmación, con su telefonito, un invento temible en malas manos. Claro que lo hizo por la pasta −en este caso sospecho que mucha, mucha pasta− y, en nuestros días, violentar el derecho a la intimidad por la audiencia, en definitiva por la pasta, merece general beneplácito. En algunas ocasiones, al comprobar nuestra indefensión frente a un escandaloso abuso, lamentamos no poder recurrir a un padrino como Tony Soprano.