Gaudí, Dalí y el mal gusto

Marzo 2001

La Vanguardia.

 

Durante la inauguración de la primera reforma del Palau de la Música, hace de ello algo más de diez años, Federico Correa tras felicitarme calurosamente por nuestra intervención, acabó afirmando, con el aristocrático desparpajo que le caracteriza: “Es que, además..., es tan bonito el Palau; Gaudí podrá ser mucho más personal o insólito, pero debemos reconocer que gustar, lo que se dice gustar, nos gusta mucho más Domènech..., es tanto más elegante...”.
Por su parte, Salvador Dalí no se cansaba de repetir, sobre todo en presencia de grandes personalidades galas, que la pintura contemporánea francesa no sería nada sin la contribución de artistas españoles: “qué peso tendría sin la aportación de Juan Gris, de Picasso, de Miró, o del divino Dalí; permanecería lastrada por la gran rémora del arte francés: le bon gout”.
     ¿Será verdad que para que un arte resulte realmente innovador, revolucionario, revulsivo, o que para que un arte nos conmueva profundamente, deba  tener algo de mal gusto? Desde luego la obra de Antoni Gaudí parece confirmar esta teoría ya que, como la obra de muchos grandes artistas, de algunos genios, desde Murillo hasta Wagner, roza, en muchas ocasiones, el kitsch. No es extraña, pues, la admiración que desde siempre, incluso en las épocas de mayor descrédito, el arquitecto provocó en Dalí, exégeta destacado del mal gusto. En una ocasión Dalí me contó su encuentro con Le Corbusier. En aquellos primeros años de su estancia en París el pintor profesaba una franca admiración por la arquitectura y el diseño de estilo racionalista, como se puede comprobar por la elección de los primeros muebles que escogió para su barraca de Port Lligat. En un momento de la cena Le Corbusier se mostró muy interesado en saber cómo imaginaba el gran artista del surrealismo la arquitectura del futuro, a lo que Dalí, sin la más mínima duda, respondió: “No lo dude usted, señor arquitecto, la arquitectura del futuro será como la obra del genial Gaudí: blanda y peluda”.     
     Mi primer recuerdo de arquitectura gaudiniana se remonta a la infancia, cuando, camino de la estación de Provenza del tren de Sarrià que debía llevarme al colegio, me detenía frente a una desconcertante e imponente construcción pétrea, junto a algún ocioso paseante que, falto de otro entretenimiento, se empeñaba en que unas cacatúas multicolores que tomaban el sol en el gran balcón del chaflán contestasen a sus gritos. Todo, la fachada violentamente ondulada, que me recordaba el recinto de los osos polares del Parc de la Ciutadella - la surrealista presencia de las cacatúas no hacía más que reforzar este efecto de parque zoológico-, el estrafalario balcón de barandilla serpenteante y pavimento de cristal, la enorme malla orgánica de la cancela metálica..., todo, me atemorizaba, quizás me fascinaba, pero no puedo decir que me gustase. Gaudí, como casi todos los genios, no es un artista para niños, pero es que, además, en algunas ocasiones, roza descaradamente el kitsch. La lagartija multicolor de la escalinata del Parc Güell ¿no es la sublimación, genial si se quiere, de las figuritas que ornan muchas de los charquítos, rodeados de rocalla, situados al fondo de tantos patios traseros de nuestro entorno? Las esculturas, obtenidas mediante moldeo de cuerpos reales, de la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia, no son un perdonable devaneo del Maestro, son puro Gaudí, un artista que a la vez que proyectaba el increíble remate abstracto de la primera torre del templo –tan increíble que ha tenido que ser miméticamente repetido en las siguientes torres, contraviniendo la intención del autor que las preveía todas diversas- podía sacar el molde de un burrito para representar la entrada en Jerusalén, un artista que proyectaba culminar el maravilloso paisaje esculpido del terrado de la Pedrera con una imagen figurativa de la Virgen, de varias plantas de altura. Gaudí era así: sólo su apabullante genialidad le permitía salir airoso de esas alocadas ideas, ideas alocadas y, en algunas ocasiones, de gusto muy dudoso.
     La obra gaudiniana es idónea para arrastrarnos al convencimiento, daliniano, de que la genialidad está inevitablemente reñida con el buen gusto, al menos con el buen gusto imperante en su época. Quizás sí que toda obra innovadora y genial deba inevitablemente oponerse al gusto imperante en su entorno. Con este axioma se ha intentado explicar la marginalidad, el fracaso en vida, de muchos artistas malditos..., los impresionistas, Van Gogh..., lo malo es que cuando ya estamos casi convencidos se nos ocurre volver a hojear un libro de Velázquez, o de Vermeer, o de Leonardo..., y, claro, ya no lo vemos tan claro..., nos cuesta imaginar que nunca, nunca, ni siquiera en su época, estos artistas hayan podido parecer de mal gusto.      
     ¿Y si aceptásemos que a lo largo de la historia se han dado artistas geniales de apreciable mal gusto, pero también otros de un gusto exquisito, y que, independientemente de su probable canonización, Gaudí está entre los primeros?