Un paseo por Gaudí
Abril 2002
El País Semanal
En el ciento cincuenta aniversario del nacimiento de Antoni Gaudí se me sugiere un artículo donde intente desentrañar las causas que puedan explicar el extraño fenómeno de la admiración, universal y persistente, que suscita este arquitecto.
Ante todo deseo precisar que esta aceptación universal parece muy clara e indiscutible ahora, a un siglo y medio de su nacimiento, pero, indiscutiblemente, no siempre ha sido así, ni siquiera en la ciudad donde desarrolló casi toda su obra.
Yo tendría diez años cuando debió celebrarse el centenario de Gaudí, vivía en Barcelona, y no recuerdo en absoluto los fastos que, teóricamente, debían haberse producido. Claro, yo era un niño entonces, pero recuerdo con suma claridad cosas de mi infancia, como que cada mañana en el camino hacia la parada de la calle Provenza del tren de Sarrià que me debía llevar a la escuela, me detenía frente a un extraño edificio, oscuro, ondulado, terrible, que me atemorizaba tanto como me fascinaba, donde dos cacatúas multicolores tomaban el sol en el estrambótico balcón de pavimento acristalado y enloquecida balaustrada, cacatúas que provocaban a los transeúntes que se detenían y emitían grititos ridículos, con el vano intento de que éstas les respondiesen. Aunque a aquella edad no podía soñar que un día sería arquitecto, ver edificios me divertía, dibujaba bien, ganaba premios de dibujo en la escuela; si con motivo del centenario se hubiese armado un revuelo parecido al que estamos viviendo este año, me hubiese enterado. Apenas dos años más tarde vino al Liceu la ópera de Bayreuth que, a lo largo de medio mes, interpretó Parsifal, Tristán e Isolda, y la Walkiria; recuerdo perfectamente toda la ciudad engalanada con retratos de Wagner, con su boina -un inmenso cuadro de Tapies debe venir de esta imagen de infancia-, y el fervor de melómanos y prensa ante tal acontecimiento histórico.
No me viene a la memoria que algo parecido sucediera en el centenario del nacimiento del arquitecto más grande del siglo XX. Debía haber la piadosa rememoración de los continuadores del Templo Expiatorio -este halo de sacrificada santidad del que nunca podrá desprenderse el Maestro- la evocación de alguno de los poquísimos arquitectos interesantes, que como Le Corbusier y los del GATCPAC, había sabido valorar al maestro por encima de las modas, y poca cosa más.
Cuando, años más tarde, inicié mis estudios de arquitectura, la valoración del Maestro no se había modificado sustancialmente: la más prestigiosa historia de arquitectura moderna, el libro de obligada referencia mundial, el Giedion, que situaba el nacimiento de la modernidad hacia finales del XIX, apenas nombraba a Gaudí; el gran historiador de la arquitectura española, Carlos Flores, lo consideraba un artista apreciable, pero siempre hacía constar que su talento era más de escultor que de arquitecto. Con el tiempo, la valoración de Carlos Flores se ha modificado sustancialmente, hasta el punto que su admiración incondicional por Gaudí se ha extendido a Jujol, su mejor discípulo, el único que pudo recoger algo de la genial locura del Maestro. Hoy, todos los arquitectos notables del mundo manifiestan veneración por el gran arquitecto catalán. Sin embargo algunas de estas profesiones de fe no dejan de parecerme sospechosamente oportunistas. Es como cuando alguna de las figuras de la más pura abstracción se muestra entusiasmada con Velázquez..., no sé si me lo acabo de creer.
En estos tiempos de beatificación, propia y figurada, del arquitecto catalán, no estaría de más aceptar que Gaudí no fue en absoluto un artista de vanguardia, de vanguardia en el sentido de ir por delante de lo que otros harán mas tarde, como fue vanguardista Mies van der Rohe, por ejemplo. Gaudí, como Picasso, no abrió caminos, los cerró definitivamente. Basta recordar que mientras Gaudí estaba batallando con una de sus obras más geniales, la Pedrera, Frank Lloyd Wright estaba construyendo la Robie House o las oficinas de la Larkin con sus muebles de chapa metálica. La Pedrera no puede considerarse en absoluto una premonición de la arquitectura que había de venir. Llevados por el convencimiento de que una obra de arte sólo es valorable por lo que se adelanta a su tiempo, mucho se ha insistido en que este edificio no tiene muros portantes, ni escalera noble que lleve a los pisos superiores –ya que confía en el ascensor como vía de acceso principal-, pero no podemos olvidar sus contradicciones estructurales: esbeltos pilares de hierro que sostienen otros pétreos, fachada no portante -como el muro cortina que había de venir- pero formada por gruesos y pesados bloques de piedra sostenidos por ocultos perfiles metálicos sujetos a corrosión -fachada estructuralmente tan forzada que ha habido que decir que Gaudí ya intuía la llegada del hormigón armado, como si sus muebles intuyesen la llegada de los plásticos-... Al bueno de Don Antoni lo que le interesaba era evocar los pliegues del manto de la virgen que coronaría el edificio (versión dictada por su consciente piadoso) o la sensual ondulación de la cabellera o del cuerpo de una mujer (versión dictada por su subconsciente pecador: ¿cuándo reconoceremos, de una vez, el tremendo erotismo de la obra de este hombre en proceso de beatificación?, en el fondo no sería tan extraño, San Juan de la Cruz o Santa Teresa son precedentes ilustres). Pero, dejando aparte temas de más trascendencia, es forzoso reconocer que si una arquitectura dependía absolutamente de la calidad extrema del trabajo artesanal, se encontraba en las antípodas de la seriación y de la industrialización, de los ideales que más adelante defendería la Bauhaus, ésta era la de Gaudí.
Gaudí no creó escuela, Gaudí no dejó trazas en la arquitectura que había de venir, a Gaudí no se le puede copiar, ni siquiera seguir. Gaudí no nos ha transmitido soluciones o un método racional que podamos emplear, su legado ejemplar es su tremenda ambición artística, su continua puesta en cuestión de soluciones establecidas, su pretensión de ir siempre más allá, de que cualquier elemento arquitectónico podía ser más lógico, más expresivo, más rico, más decorativo, menos convencional. Un pilar podía ser diferente de lo que imaginábamos, podía retorcerse formando helicoides, podía decorarse con extraños relieves que recuerdan fósiles incrustados, podía policromarse con trencadis, entre cuyas estrambóticas teselas aparecen fragmentos de porcelanas kitsch, podía inclinarse si debía absorber empujes no verticales, era conveniente y expresivo que así lo hiciese, podían incluso inclinarse los pilares perimetrales de la plaza hipóstila del parque Güell..., pilares de orden dórico griego inclinados..., los excesos de la razón producen objetos surrealistas.
Teniendo en cuenta lo expuesto, vuelvo a plantearme la sinceridad de algunas conversiones recientes al gaudinismo. Se comprende muy bien la fascinación que Gaudí pudo ejercer en un arquitecto como Enric Miralles -aunque hacia el final de su corta y brillante carrera pudiera sufrir un desengaño pasional y fuese diciendo que cómo se podía hablar de alarde estructural en la cripta de la Colonia Güell, donde las luces entre pilares apenas superan los siete metros –distancia que podía cubrir cualquier vigueta del mercado-, o en el muro de contención del Park Güell, donde primero hizo el muro y luego colocó las tierras-. Se comprende muy bien la fascinación de Le Corbusier por la magistral lección de geometría y construcción del barracón que servía de escuela en la Sagrada Familia, o la de Kenzo Tange y otros arquitectos del Japón, y aún mejor, la de Frank Gehry. Se comprende muy bien la influencia de los muebles gaudinianos en las sillas de Carlo Mollino, o de Vico Magistretti, o de Ross Lovegrove, en las joyas de Elsa Peretti, o en tantos diseños catalanes contemporáneos.
Pero un arquitecto que resuelve una manecilla (piensa él) con un prisma de sección rectangular, ¿cómo puede amar los herrajes de La Pedrera, todos ellos adaptados a la mano que debe asirlos, adaptados tan perfectamente que tenemos la seguridad de que el Maestro no los dibujó sino que los modeló con sus propios dedos sobre un original de arcilla, reproduciendo la acción que luego la mano del usuario realizaría sobre la fundición de lustroso latón?
Un arquitecto que resuelve (piensa él) una silla con minimalismo geométrico, ¿cómo puede amar la silla Batlló, que se ondula serpenteante para envolvernos en pecaminoso abrazo?
Un arquitecto que resuelve (piensa él) la relación interior-exterior con un desnudo panel de vidrio fijo, ¿cómo puede amar la complejísima galería de la fachada trasera del Palau Güell, con su juego de filtros sucesivos, su umbraculo, su carpintería miniada en hierro cerámica y madera, su juego escalonado de persianas y persianitas de librillo móvil -accionadas desde el interior mediante mecanismos de relojero-, su banco interior -todo ello en absurdo voladizo-, sus tres pilares interiores, expresión del plano de fachada y filtro de luz -ya que estructuralmente son del todo superfluos-? Si este juego mágico para domesticar el salvaje sol del mediodía mediterráneo le apasiona, ¿porqué no lo reinterpreta el arquitecto de moda en sus proyectos, que siempre son igualmente simplificadores, se construyan donde se construyan, en Centroeuropa, en Norteamérica, o en el desierto?
Vamos, señores minimalistas, suizos alemanes, holandeses, o de otros lugares, arquitectos que hacen fotografiar sus viviendas completamente desnudas, antes de que sus clientes las contaminen con muebles, cuadros, recuerdos de familia y bibelots diversos, artistas puristas de un solo volumen (paralelepípedo), de un solo material (vidrio), de un solo color (blanco o aluminio), de un grueso de fachada de pocos milímetros..., ¡ya está bien!, publican ustedes en todas las revistas prestigiosas, copan las cátedras universitarias, ganan todos los concursos