¿Estamos aún a tiempo?

Mayo 2002

Domus, Milano

 

Yo tenía poco más de 20 años, estaba a la mitad de mis estudios de arquitectura, cuando con un grupo de compañeros pensamos que había que hacer algo para detener las vergonzosas obras de continuación de la Sagrada Familia. Se nos ocurrió lanzar un manifiesto que expusiese, razonablemente y sin demagogias radicales, los múltiples argumentos que desaconsejaban proseguir la obra de un templo expiatorio de cuyo proyecto apenas se conservaban planos, un proyecto, además, que Gaudí había ido modificando  sistemáticamente a lo largo de toda su construcción. Los argumentos se nos antojaban irrebatibles; inmediatamente recibimos  asesoramiento y apoyo  de los más destacados arquitectos catalanes y, con su ayuda, conseguimos las firmas de las más prestigiosas personalidades internacionales, de Bruno Zevi a Julio Carlo Argan, de Alvar Aalto a Le Corbusier; prácticamente nadie rehusó firmar; estábamos exultantes, convencidos de que la inmediata suspensión de los trabajos estaba muy próxima. El manifiesto se publicó en los medios de más difusión en aquel momento, y la reacción fue inmediata: fuimos automáticamente tildados de herejes que habían solicitado el apoyo de los habituales intelectuales extranjeros marxistas que nos tenían manía. La cuestación popular que cada año se celebraba para la continuación de las obras batió, en aquel año, todos los récords de recaudación, y los responsables de las mismas se sintieron más legitimados que nunca, no sólo ante los ojos de Dios (cosa que nunca habían dudado), sino también ante los de los hombres de buena fe.
    Muchos años más tarde, Richard Meier, que se encontraba en Barcelona construyendo el Museo de Arte Contemporáneo, en una cena con otros arquitectos nos lanzó la pregunta de si no pensábamos hacer nada ante el desvarío de las obras del templo. Con cierta sorpresa me escuché contestar que ya no me preocupaban, que no conseguía interesarme por las batallas perdidas; que no veía otra solución que prohibir las obras, y que esto aún les daría mayor popularidad y justificación histórica.
    Esto es en lo que se ha convertido, hoy, la polémica sobre la continuación de la Sagrada Familia: en una batalla perdida. Perdida, primero, porque esta obra, que no ha contado nunca con permiso municipal ni con ayudas públicas de ningún partido político, que ha incomodado a todos los ayuntamientos democráticos de la ciudad, que ha continuado provocando la chirigota de arquitectos y artistas de todo el mundo, esta obra... está prácticamente acabada. Ya no hay vuelta atrás: el templo ha sido levantado por la constancia –quizás ofuscada y cerril, pero, sin duda, notable– de muchas personas, y nadie va a osar derribarlo.
    Ahora, la cuestión ya no es si el templo debe terminarse o no, ahora la cuestión es cómo debe terminarse, cómo debe resolverse la torre central –la más alta–, cómo la fachada principal, cómo la escalinata que debe sobrevolar una calle del Ensanche e invadir la manzana vecina. ¿Estamos aún a tiempo de interpretar, creativa y respetuosamente, la herencia de Gaudí, o continuaremos hasta el final el pastiche pseudogaudinista? Esta es la cuestión.