MÉDICOS y médicos.

Enero 2002

Prólogo del libro La medicina en la pintura de Alejandro Arís. Lunwerg Editores

 

 

Mi padre era médico.

    Aunque acabó dedicándose a la radiología su verdadera vocación fue siempre la cirugía.

    Mi padre era un manitas, tenía una paciencia y una habilidad manual extraordinarias. Cuando nos hacíamos pupa, mi hermana y yo, nos poníamos en sus manos con una confianza absoluta pues estábamos seguros de que su cura sería lo más indolora posible; respetaba nuestro dolor, respetaba el dolor del paciente, arrancar un esparadrapo era para él una tarea en la que había que poner el máximo cuidado.

    Mi padre era un médico de otros tiempos, de antes de la seguridad social. Trabajaba para una Médica privada y tenía el consultorio en nuestra propia vivienda de la Rambla Cataluña de Barcelona. No era extraño que, cuando yo aún no iba al colegio, sonase el timbre de la puerta, fuese corriendo a abrir, y me encontrase a unos albañiles portando a un compañero ensangrentado que había caído de un andamio; bueno, quizás no era corriente, pero la impresión era tan fuerte que aún la recuerdo con claridad.

    Los pacientes adoraban a mi padre, cuando llegaba Navidad, aparecían en casa multitud de enormes paneres, obsequio de antiguos pacientes; de pacientes de ciudad, porque los del campo venían personalmente y dejaban viandas buenísimas, incluso algunos animales vivos que, dado el inmenso amor por los animales que nos transmitió nuestra madre, creaban un auténtico problema. Un payés traía cada año, sin falta, un pavo vivo, un pavo enorme, como los más grandes que se veían en la feria que se celebraba, por aquellas fechas, justo enfrente de nuestra casa. Mi padre había curado al buen hombre hacía ya bastantes años, pero él no lo olvidaba. Resulta que acudió a la consulta con un bulto en el pie que lo tenía muy asustado; mi padre vio de inmediato que se trataba de una simple callosidad y, con su paciencia y habilidad habitual, procedió a extirpársela con una fina hoja de afeitar. Aixó es un doctor, repetía cada año el payés con total convicción, és capaç de curar un càncer amb una gillette.

    Mi padre tenía amigos, también médicos, y, también de otra época. Como ejemplo destacado, recuerdo a un eminente oculista, muy cascarrabias -cuando jugaban juntos al golf y yo los acompañaba no me dejaba abrir la boca-, pero un personaje. Una noche nos invitó a su casa, en un bello pasaje del ensanche, para pasarnos las películas que había filmado durante su reciente vuelta al mundo. ¡El doctor había dado la vuelta al globo al principio de los años cincuenta! ¡Nos pasaba imágenes de lugares remotos -de China, de Australia, de las islas del Pacífico...- y las comentaba con absoluta erudición! Como puede suponerse aquello me deslumbraba, como me deslumbraba la clínica del otro gran oculista de la ciudad, aquella clínica absolutamente moderna, futurista, en el ático de la cual nos explicaban que el doctor tenía su espectacular vivienda, con una especie de zoo, incluso con fieras... Todo aquello respiraba dinero, mucho más del que teníamos nosotros, pero también respiraba interés por la innovación y una extraordinaria inquietud intelectual.

    Al pequeño hotel de una casi deshabitada Costa Brava en el que pasábamos los veranos acudía un eminente doctor catalán que residía en Londres. Mi padre me explicó que aprovechando la experiencia de muchísimos traumatismos graves que le había proporcionado la guerra civil española este doctor había revolucionado los métodos de curación; que se había decidido por enyesar al paciente sin esperar la curación de la herida, o entonces me pareció entender algo así. Parecía que después de la contienda se había exilado en Londres donde había desarrollado una brillantísima carrera, incluso la Reina le había nombrado Sir. Todo esto le confería un aura de respeto y admiración entre el resto de la colonia de veraneantes (en contra de la memoria oficial yo no creo que allí quedase ningún franquista pues todos sabían que el doctor continuaba siendo fiel a la República). Recuerdo las conversaciones de aquel sabio como un prodigio de erudición y finura. Y todo aquello no me parecía extraño pues, de todos los profesionales liberales, los médicos eran la que tenían más prestigio cultural, quizás solo compartido por abogados y arquitectos.

    No puedo dejar de recordar todas estas cosas hoy, durante las angustiosas colas, en desangelados pasillos de hospitales públicos, o en lóbregas salas de espera de deprimentes pisos de la abuela, decoradas con cursilísimas pinturas o amarillentos  diplomas, sentado en sillas de falso estilo, ojeando insólitas y anticuadas revistas. Todas las profesiones liberales se han masificado, comenzando por la arquitectura; dentro de cada una hay, hoy, probablemente tantos sabios, o más, de los que había hace años, tantos humanistas, o más, de los que recordamos con admiración, pero el promedio de comerciantes, de funcionarios, de, como máximo, profesionales sólo interesados en su especialidad, ha aumentado espectacularmente.         

    Por esto es tan reconfortante contar como amigo con el doctor Alejandro Arís. Un cirujano de brillante carrera, formado en los mejores centros de Estados Unidos, destacado en su especialidad, la cirugía cardíaca, responsable de muchos de los primeros trasplantes de corazón y del primer trasplante a un corazón artificial, en nuestro país, indiscutida autoridad internacional, invitado a los congresos más prestigiosos..., pero, a la vez, un profesional, que en la cumbre de su carrera, no ha perdido un  ápice de sensibilidad humanista y ha sido capaz de denunciar en los medios públicos las ineficiencias y la desidia que limitaba la capacidad del centro hospitalario donde ejerce su profesión, ineficacia que provocaba injustificadas listas de espera, listas de espera que habían significado la defunción de algunos pacientes, que habían esperado, angustiosamente impacientes, una intervención salvadora. Denuncia escandalosa, que se extendió por toda España, que provocó la inmediata repulsa del corporativismo médico y de los políticos responsables, pero que significó una concienciación pública que obligó al replanteamiento de aquellas prácticas burocratizadas y que, muy probablemente ha salvado la vida de más de un enfermo.

    Alejandro Arís es capaz de estas cosas, de complicarse la vida de esta manera, de provocar un escándalo por respeto a sus pacientes..., o de construir un libro como el que estoy, aquí, prologando de forma tan dispersa. Porqué cuando Alejandro, conociendo mi pasión por la pintura figurativa, me habló de este proyecto, hace mucho tiempo  -antes de que lo viese apasionado con el trabajo, aprovechando una escala aérea, a la vuelta de una expedición por el Sahara, para escapar al Museo de Málaga y contemplar el cuadro de Simonet, antes de que le consiguiese una entrevista personal con Antoñito López, antes de que le viese rastrear la pista de tantas pinturas interesantes- y me pidió si estaría dispuesto a redactarle un prólogo, debía esperar otra cosa. Aunque me conoce bien, y me ha leído, es lógico que esperase algo más erudito, algo menos personal, un análisis de las pinturas, no el recuerdo intrascendente de un pavo superviviente en el lavadero de la casa de mi infancia. Pero ¿qué voy a decir de las pinturas? Como obras de arte unas me parecen mejor que otras, pero todas son interesantes, significativas, apropiadísimas  para  el objetivo del libro, y ya que Alejandro aporta la cantidad justa de información sobre el pintor, su época, y la obra ¿para qué voy yo a añadir nada más?

    Naturalmente, podría insistir en obsesiones personales que ya he expresado en otros lugares, como que no es extraño que el libro pase, sin solución de continuidad, de la pintura de la antigüedad clásica a la del siglo XV ¡un salto de mil quinientos años! no es extraño porqué entre medio no se encuentra pintura capaz de representar convincentemente algo del mundo real o alguna emoción humana, sólo hay repetición de iconos estereotipados, estampitas bizantinas o románicas, decorativismo para la catequésis. Podría insistir en el grandioso artista universal que es Dürer, sobre todo cuando su mensaje, profundamente centroeuropeo, no se debilita por el deslumbramiento que le produce el Renacimiento italiano; en lo extraordinario que es el cuadro de Rafaello, aunque cometa errores al representar a un epiléptico; en lo crueles que son los pintores realistas flamencos; en lo ásperos que son los españoles; en que la habilidad de Velázquez me continúa emocionado mucho más que la torpeza de Goya; en que Degás es mejor que todos los impresionistas, quizás porque no lo fue; en lo buenísimo que es Eakins, como bastantes pintores estadounidenses, aunque allí no lo saben y continúan comprando, a precios astronómicos, irrelevante pintura europea de la misma época, porque les han explicado que es más vanguardista; en lo mucho que gustaba a Dalí el cuadro de Simonet y todo Alma Tadema; en el equivoco total que se produce con Frida Kahlo; en que el maravilloso cuadro de Andrew Wyeth se presentó en la Bienal Hispanoaméricana de 1955 en Barcelona, y que pasó sin pena ni gloria, ya el figurativo era anatema, Oswaldo Guayasamin ganó el gran premio de pintura y Antonio Tapies el de Colombia; en lo tremendo que era Antoñito López de joven,  ya que ahora asegura que estas cosas sólo se deben pintar en la juventud..., podría insistir en estas más que discutibles opiniones contundentes, pero no creo que sea éste el momento ni el lugar.