Diseños atormentantes. Colección de 14 artículos.
La Vanguardia, 2009
La serie de artículos que hoy se inicia va a ir de lo que su título anuncia: de diseños que nos atormentan a todos. A pesar del escándalo puritano que ante la ola de diseño que nos invade proclama: ¡demasiado diseño! estamos rodeados de objetos, aparatos y servicios tremendamente mal diseñados, diseños que nos desconciertan y nos humillan a diario.
- ¿Demasiado Diseño?
- Papelera de baño
- El transporte aéreo I
- El transporte aéreo II
- Los pictogramas sexuales en aseos
- Las rotondas
- El carril bici
- Hoteles sin ventanas
- Señalización para los que ya lo saben
- Los puentes de Venecia
- Los acrónimos
- La nueva cocina
- la Sanidad
- la comedia post mortem
1. ¿Demasiado diseño?
¡Demasiado diseño! Supongo que quieren decir demasiadas sofisticaciones superfluas, mariconadas, esteticismos, demasiados catalanes; pues es bien sabido que a los catalanes -y no añado a las catalanas para no parecer un político- nos ahoga la estética. Estos savonarolas van por el mundo sin querer ver, pues en nuestra actividad cotidiana sufrimos tal cantidad de entes mal diseñados que resulta sospechoso que alguien de buena fe reclame menos diseño. Hace ya once años publiqué un capítulo sobre este fenómeno en el libro Todo es comparable. Entre otros diseños atormentantes, trataba el del rotulado de los frasquitos de los baños de los hoteles. Como este fragmento ha sido el más compartido y recordado de todo lo que llevo escrito no me resisto a volverlo a tratar aquí.
Llego a un hotel. En la repisa del lavamanos hay un cestito lleno de frasquitos y cajitas; siempre me han gustado estos envases a escala de casa de muñecas, me parecen un detalle, una amabilidad, para el sufrido viajero. Alegremente me meto en la ducha con los frasquitos. Cuando estoy bien empapado me doy cuenta del problema: tengo más de sesenta años -ya sé que ésta no es edad para viajar, pero la profesión está muy achuchada-, como es natural tengo la vista cansada, y como es más natural aún, no acostumbro a entrar en la ducha con gafas y cuando intento averiguar que contienen los frasquitos apenas distingo la elegante grafía milimétrica -aproximadamente de cuerpo 8-, por lo que no tengo idea de si me estoy lavando el pelo con el abrillantador de zapatos.
Advierto al lector de que en estos artículos casi nunca encontrará propuestas para superar los diseños atormentantes de los que se trata. Encontrar alternativas a estos malogros es objeto de un arte, o ciencia, de extrema dificultad y mérito, significa DISEÑAR, y suponiendo que conociese las soluciones..., yo vivo de esto, no iba a explicarlas así porque sí... y además gratis.
2. La papelera de baño
Continuamos en un baño de hotel. Vamos a dejar de lado la tortura de ducharse junto a una cortina que, aspirada por el ascendente aire caliente, se nos echa encima como húmedo e inmenso moco (ya lo explicó fantásticamente el arquitecto californiano Charles Moore para justificar sus espléndidos baños) y la flexible tapa de váter con la cinta de celofán que nos anuncia la previsible nueva de que ha sido limpiado.
Vamos a concentrarnos en el denominado cubo de pedal que, teóricamente, sirve para arrojar desperdicios. Este minúsculo contenedor está dotado de una puritana tapa que pretende ocultar el vergonzoso contenido. Para que no tengamos que agacharnos bajo la repisa del lavabo, esta tapa debería poder levantarse con una suave presión del pie sobre el pedal. Hasta ahora vamos bien; en muchos hospitales hemos visto cubos de acero inoxidable que funcionan de esta manera; el doctor ejerce una grácil presión plantar al tiempo que abre sus pinzas y la ensangrentada gasa adherida a esparadrapos que se han llevado –no sin dolor- parte de nuestro vello corporal cae elegantemente en el receptáculo. Todo muy funcional e higiénico. El problema comienza cuando cambiamos de escala, de material y de coste. La papelera de baño es tan ligera y el mecanismo tan primario que cuando presionamos su ridículo pedal el maldito cubito se nos echa encima antes de que consigamos abrir la tapa.
El problema se agrava porque dentro del cubito ha sido colocada una bolsita de plástico que asoma por su borde. Con las comprensibles prisas la encargada no ha introducido la bolsita hasta el fondo del cilindrito; un considerable volumen de aire ha quedado herméticamente aprisionado entre ambos. Como los objetos que tiramos son muy ligeros e incapaces de desalojar este aire, quedan flotando por encima del borde. No nos queda más remedio que agacharnos y, con una mano, sujetar el contenedor mientras, con la otra, presionamos el residuo.
Señores fabricantes, si se ven ustedes incapaces de resolver este atormentante engendro les quedan dos soluciones:
Una- Déjense de mecanismos y suministren un contenedor abierto suficientemente hondo para que sólo una morbosa visión totalmente cenital permita contemplar el ensangrentado paño higiénico.
Dos- Recurran a un diseñador.
3. El transporte aéreo, 1Volver
Josep Pla explica en Viatge en autobús que sentiría una gran admiración por los pájaros si volasen, pero que vuelan muy poco y que tiene la impresión que cada día vuelan menos, sólo se arrastran por las ramas, por las zarzas y por el suelo.
Igual me sucede con los aviones, me parece que vuelan muy poco y que cada día vuelan menos. Cuando acudo al aeropuerto no lo hago con miedo a volar sino a no volar o a hacerlo cuando a las compañías les dé la gana. Creo que todo en el transporte aéreo, desde el chequeo a la recogida de equipajes, está mal diseñado. La lista sería interminable por lo que me voy a concentrar en la cuestión de la seguridad (hoy) y de la facturación de equipaje (la próxima semana).
El atentado a las Twin Towers fue maligno pero sin duda también imaginativo. Que cuatro individuos armados con cuters y con el desprecio de sus vidas (detalle nada insignificante) pongan de rodillas al imperio más poderoso del orbe requiere un plan muy original. El plan sólo tiene una grave limitación: es irrepetible. A partir del éxito inicial, cualquier piloto -sabiendo que él y su pasaje están condenados de antemano- preferiría estrellarse a ceder los mandos de su aparato. Por lo tanto, todos los controles y restricciones acordados por las compañías a partir de entonces son puros gestos de cara a la galería. Como no sabemos cómo se realizará el próximo acto terrorista nos protegemos del anterior. Como no sabemos por donde nos caerá el próximo gol nos protegemos del ya encajado.
Cuando, al principio, veía las bandejas repletas de requisadas limas, cortaúñas y tijeritas no podía sacarme de la cabeza la escena más dolorosa de La lista de Schindler; la de los judíos entregando resignados sus pequeñas pertenencias a chupatintas de la Gestapo. Claro que la fila de pacientes pasajeros, descalzos, con los pantalones caídos, sin gafas ni reloj, a la espera de atravesar el detector también tiene mucho de campo de concentración. Nadie puede creer que, en manos asesinas, un cortaúñas sea más peligroso que un afilado bolígrafo o un cubierto (de plástico si viajamos en turista pero metálico si lo hacemos en primera) y una secuencia del tercer Padrino muestra cómo se puede matar a alguien con unas gafas. Teatro, como dijo Mouriño, puro y atormentante teatro.
4. El transporte aéreo, 2
Cuando un diseño se complica, un ingeniero se empecina y lo intenta resolver por compleja que sea la tecnología necesaria mientras que un arquitecto busca una alternativa más sencilla. Un arquitecto, ante el desafío mecánico de diseñar un rotor que permitiese que las aletas, además de girar en torno al eje, variasen su inclinación, jamás hubiese pasado del Autogiro al Helicóptero.
Como arquitecto, tengo la seguridad de que el problema de la facturación de equipaje, tal como está enfocado, no tiene solución. Se extravían infinidad de maletas y cada vez se extraviaran más. Basta observar la eterna cola de pasajeros desesperados frente a la ventanilla del Lost & Found mientras una montaña de maletas –destinadas a Dios sabe dónde- yace junto a una cinta transportadora donde giran sin parar dos sospechoso bultos de color incalificable atados con cordeles. Por mucho que se informatice y por muchos robots que se introduzcan en el sistema siempre nuestra maleta podrá caer a la pista al tomar el carromato una curva cerrada y se amontonará en el carromato más cercano que corresponderá a un vuelo con destino a Quito.
Ante esta plaga maligna, la única solución posible, por engorrosa que parezca, es llevar nuestro equipaje personalmente a pie del avión. Como veo venir un alud de objeciones a tan razonable propuesta me adelanto a responderlas:
Dificultad de física de carretear nuestro equipaje hasta la puerta de embarque: No veo ningún problema ¿cómo hemos llevado el equipaje hasta el aeropuerto si llegamos a él en tren o autobús?
Control de seguridad: Pasando todas las maletas por un escáner como en el Ave.
Transbordos: ¿Es que sus maletas llegan cuando deben hacer un transbordo con el tiempo justo? Cuando viajaba a Japón y hacía escala en Londres con más de una hora de margen jamás llegó mi maleta en el mismo día.
Además, si llevásemos el equipaje hasta el avión y obtuviésemos la tarjeta de embarque via Internet, nos ahorraríamos las enervantes colas para chequear mientras la encargada teclea con desgana (gran personaje de Little Britain) mientras flirtea por teléfono. El absurdo sistema actual de facturación tiene que provenir de la época dorada del transporte aéreo, cuando unos privilegiados delegaban en otros el engorroso trabajo de cargar con sus elegantes valijas. Qué tiempos…
5. Los pictogramas sexuales en lavabos públicos
Hace poco Quim Monzó, al que le gusta profundizar en temas banales tanto como a mí, escribió en este diario sobre la protesta feminista motivada por los muchos pictogramas que esquematizan a la mujer con faldas cuando la mayoría lleva pantalones (jeans o leggins con botas, diría yo).
Los pictogramas de los lavabos han dado muchísimo de sí en el arte folclórico (soy consciente del oxímoron). Cuando su diseño es responsabilidad del propietario del local o de su amiguete decorador la imaginación se desborda y los confusos chirimbolos pintados o adheridos a las puertas de los aseos superan la imaginación de incluso un valenciano. La lista de adminículos pretendidamente femeninos y masculinos sería interminable y siempre incompleta (pipas, enaguas, abanicos, bigotes, sombrillas, sombreros hongos, pamelas, abstracción de aparatos sexuales, símbolos mendelianos…). Para el partidario del la libre expresión pop, de la confusión semántica y de la anarquía gráfica, las cosas están bien como están. Sin embargo, para el obediente seguidor de los postulados de orden y claridad bauhausainos, hay que tomar urgentes medidas.
Solución socorrida pero expeditiva es huir del problema: Hacer lavabos unisex como ya se dan en discotecas ibicencas y en algún marchoso restaurante barcelonés. No sé como soslayan la estricta ordenanza, pero lo hacen. La solución puede tener su gracia siempre que el público sea adolescente y los machos se suban la cremallera antes de abandonar su cubículo, pero imposibilita la presencia de los más visitados aparatos sanitarios: los urinarios.
La otra solución es dejarse de pictogramas simbólicos y recurrir al lenguaje escrito. Pero la interpretación de las palabras no siempre es clara, sobre todo para un extranjero. Son muchos los sinónimos empleados para macho y hembra en distintos idiomas. El colmo de la confusión se da en italiano; pensemos en un extranjero con urgencias distinguiendo entre signori y signore.
Por ello, aunque en la primera entrega había prometido no dar soluciones, voy a proponer la definitiva para los ortodoxos del diseño: Poner una M en los lavabos masculinos y una F en los femeninos. En muchísimas lenguas de occidente estas letras no pueden llevar a confusión: Maschile-Femminile; Masculí- Femení; Masculin- Fémenin; Male-Female; Männer-Frauen… und so weiter.
6. Las rotondas Volver
Para el común de los conductores las rotondas que van invadiendo nuestras poblaciones son atormentantes. Sin embargo, dejando al margen las esculturas que las “embellecen” y siempre que tengan un diámetro aceptable, creo que las rotondas resuelven el encuentro de varias vías de forma más sencilla y flexible que un conjunto de semáforos y, como recurso para obligar a disminuir la velocidad, siempre serán menos agresivas que las bandas asesinas de suspensiones.
La proliferación de rotondas me hace meditar sobre la vieja cuestión de si es más natural circular por la izquierda o hacerlo por la derecha. Hay que considerar que un tercio de la humanidad lo hace por la izquierda y quizás este hábito no sea una simple cabezonada británica. La cuestión viene de la edad media. Para un caballero diestro (la mayoría) era más prudente que su posible agresor cruzase por su derecha, la mano con la que él podía empuñar su arma. Por la misma razón saludamos ofreciendo la derecha, la mano habitualmente agresiva. O sea que durante siglos los caballeros circulaban por la izquierda y, para no mezclarse con ellos, el pueblo lo hacía por la derecha. Pero llegó la Revolución Francesa y Napoleón impuso que todos circulasen por donde lo hacía el populacho. Todos los países invadidos o influenciados por Napoleón optaron por circular por la derecha pero no de inmediato. Hasta 1924 Madrid –aristocrático y antinapoleónico- lo seguía haciendo por la izquierda mientras Barcelona –afrancesada y siempre progre- lo hacía por la derecha.
Sin embargo hay una cierta contradicción entre nuestra forma de circular y la preferencia de paso. Si el que viene por nuestra derecha tiene preferencia, si nuestra atención debe dirigirse primordialmente a este lado ¿no sería más lógico que el volante estuviera a esta mano y circulásemos como los ingleses? La contradicción entre sentido de la marcha y preferencia de paso se hace evidentísima al acceder a una rotonda. En este caso el que ya está en ella, el que viene por la izquierda, es quien tiene preferencia. Una excepción muy poco cartesiana. Cambiar ahora el sentido de la marcha de dos tercios de la humanidad parece imposible pero por una vez creo que los británicos –que no padecen esta evidente contradicción geométrica- llevan razón.
7. El carril bici
Es evidente que la circulación de gran número de vehículos en un centro urbano resulta atormentante. La solución políticamente correcta hoy es prohibirla radicalmente pero no en todos los lugares esto es recomendable o siquiera posible. Cuando deben convivir vehículos y peatones aparece un problema de diseño que, como casi todos, exige un alto grado de imaginación.
Hace poco leí un artículo donde un ingeniero especialista de tráfico explicaba el interesantísimo test que estaba llevando a cabo en el centro urbano de no sé qué ciudad. Dado que está comprobado que la velocidad media de un automóvil en estas áreas no supera los 30 km por hora proponía que ésta se declarase velocidad máxima obligatoria y que se suprimiesen todas las limitaciones ahora existentes: semáforos, carriles bus o bici, prohibición de giros a la izquierda, de cambios de sentido… En fin, que peatones, animales, ciclistas y vehículos de motor circulasen como en la India, mezclados y sin limitaciones. Como toda propuesta que pone en cuestión un hábito generalmente admitido o un exceso de ordenanzas y tecnología, ésta me pareció muy sugerente. Simplificar es muchas veces la solución. No sé cuáles están siendo los resultados del test pero la reciente experiencia de bicicletas circulando libremente por las aceras de Barcelona me está provocando serias dudas sobre su viabilidad. Mezclar ciclistas con automovilistas desaprensivos puede ser peligroso para los primeros, pero mezclar peatones con ciclistas desaprensivos no sé si es mucho mejor. Hace poco un inesperado y violento golpe me arrancó de las manos el periódico que estaba hojeando junto al quiosco donde lo acababa de comprar. Cuando me recuperé del susto, vi a un ciclista disfrazado de riguroso ecologista (al menos no llevaba mascarilla) detenido a pocos metros señalando con aire recriminatorio unas líneas que habían sido blancas pintadas en el pavimento. Parece ser que había osado invadir su territorio, el carril bici que atravesaba un área con todos los visos de peatonal. En principio el carril bici no parece mala idea; Holanda –país, no lo olvidemos, estrictamente horizontal– está lleno de carriles bici pero normalmente discurren entre el peatón y el tráfico motorizado; yo no los he visto invadir las aceras. Sé que esta jerarquía de tráfico no es fácil de introducir en una trama urbana consolidada pero permitir que motos y bicicletas se suban a las aceras y circulen por ellas exige un comportamiento civilizado que sus conductores, aunque sean modélicos antisistema, no siempre demuestran.
8. Hoteles sin ventanas
Apenas abierto el Hotel Arts vamos a pasar un fin de semana en una de las suites de los pisos superiores que ofrece una vista espectacular sobre Barcelona. Al entregar mi tarjeta de crédito el recepcionista me dice: “¡Ah! es usted arquitecto: va a ser el primer cliente al que no tendré que explicar porqué una viga diagonal pasa frente a la ventana y porqué ésta no se abre”.
Creerán ustedes que el título debería haber sido Hoteles sin ventanas practicables. Pues no, el diccionario de la Real Academia da esta definición de ventana: f Abertura más o menos elevada sobre el suelo, que se deja en una pared para dar luz y ventilación. Luz y ventilación. O sea que una ventana puede no tener vidrio pero un muro cortina hermético no tiene ventanas ¡No confundamos! Todos los nuevos edificios de oficinas y casi todos los hoteles no tienen ventanas. Y esto es así porque todo el mundo está en contra de esta protagonista de la arquitectura de todo tiempo y cultura. Están en contra los promotores porque encarece la construcción, los de mantenimiento porque es otro elemento a controlar, los del aire acondicionado porque por allí se escapan frigorías, los de seguridad porque alguien se puede suicidar o asesinar a un transeúnte, y los arquitectos minimalistas (hoy, casi todos) porque interrumpe la sacrosanta planicidad de la fachada. Todos están en contra de la ventana menos algún arquitecto anticuado y, curiosamente, los usuarios.
Con una claustrofóbica amiga de Rio, que en una visita a nuestra ciudad se hizo cambiar de hotel cuando comprobó horrorizada que la ventana de su habitación no abría, tenemos previsto hacer una Guía Mundial de Hoteles con ventanas (esperamos editor).
Cuando tuve la oportunidad de proyectar un hotel frente al mar en el Fórum de Barcelona insistí y conseguí que las habitaciones tuviesen ventanas. Me parecía que poder comprobar la temperatura exterior y disfrutar de la brisa y el olor del mar compensaba el esfuerzo de diseño y el pequeño incremento de coste. Todas las habitaciones, junto a un gran vidrio fijo, tienen uno practicable. Practicable hasta un día antes de la inauguración en que desaparecieron todas los manijas. Ante mi indignación, la propiedad respondió que al abrir las ventanas se podían dañar las cortinas. Nuevo argumento irrebatible.
9. Señalización para los que ya lo sabenVolver
Cuando la entrada a Barcelona desde el Norte se concentraba en la Meridiana el primer rótulo que se encontraba el visitante rezaba así: A Via Júlia per Vía Favència.
Cada vez que lo veía imaginaba al automovilista llegando de madrugada desde Estocolmo topándose con esta información. Las cosa ha mejorado pero mucha de la información que veo sólo es útil para el que tiene tal conocimiento de la zona que ya no la precisa. Comprendo que ponerse en el papel de supino ignorante no es fácil y exige imaginación pedagógica (si no las recetas de cocina las podría seguir hasta yo).
Barcelona no es una ciudad particularmente difícil. Aunque la trama del Ensanche esté acertadamente orientada por Cerdà a 45 grados de los puntos cardinales y por lo tanto la referencia Nord- Sud sea sólo aproximada todos pensamos que París queda al Norte y Valencia al Sur, y tenemos la referencia Mar-Muntanya que se detecta claramente en casi toda la ciudad (a diferencia de la de Besós-Llobregat que, para un foráneo, exige notables conocimientos fluviales). Pero no hay porqué preocuparse, hace años que sucesivos alcaldes aseguran que una comisión de sesudos especialistas está llevando a cabo un profundo análisis del problema.
Me temo que llevamos un camino parecido al de una ciudad con un problema de señalización realmente diabólico: Venecia. No conozco otra ciudad en el mudo donde sea más difícil orientarse. Por ser absolutamente plana, por sus calles zigzagueantes (que se llaman así, “Calles”), porque muchas de ellas mueren en un canal o en otro cul de sac, porque la numeración va por barrios y no por calles, porque nunca tenemos una visión lejana y, para colmo, por la sinuosidad del Canal Grande, que imaginamos más o menos recto y del que podemos alejarnos perpendicularmente en línea recta e ir a toparnos con el mismo. Los venecianos, hartos de encontrarse con forasteros extraviados, decidieron tomar cartas en el asunto: crearon una comisión tanto o más sesuda que la nuestra, que hizo un proyecto de señalización documentadísimo y modélico; proyecto que se expuso espectacularmente en los campi de la ciudad y pude visitar hace seis años. Cada vez que vuelvo a Venecia y veo los rótulos grafiados a mano en pedazos de papel pegados con cinta engomada pienso en lo mucho que nos parecemos.
10. Los puentes de Venecia
Venecia tiene 430 puentes que unen sus 116 islas. Casi todos ellos son muy bellos pero no hay duda de que para un minusválido (¿es más políticamente correcto emplear el último eufemismo: persona con diversidad funcional?) o para cualquiera que deba arrastrar un bulto rodado pueden ser atormentantes.
Lógicamente preocupados por la cuestión, las autoridades de la ciudad han decidido poner remedio colocando elevadores salvaescaleras en algunos puentes. Tras varios años, han conseguido habilitar 4 de los 430. Creo que el enfoque está totalmente equivocado. Estos artilugios mecánicos son delicados, precisan de un mantenimiento continuo –sobre todo al exterior– y afean irremediablemente la refinada arquitectura del puente. Además el proceso de abatir la plataforma, situar la silla, activar el mecanismo, subir unos pocos escalones, plegar la plataforma y reiniciar el proceso para el descenso es engorroso y lentísimo. Estoy convencido que nunca se colocaran en todos los puentes de Venecia. Por otro lado, parece que se está afrontando seriamente el diseño de una silla de ruedas capaz de subir y bajar escaleras. Si lo consiguen, el problema estaría resuelto; pero, si no es así, hay que considerar que Venecia tiene el privilegio de contar con un plano absolutamente horizontal que accede prácticamente a todos los rincones de la misma: el agua.
La ciudad se desarrolló a lo largo de siglos sin la ayuda de puentes. Rialto, construido a finales del XVI, fue uno de los primeros. Durante años existieron muy pocos, bastantes eran de propiedad privada y había que pagar un pontazgo para atravesarlos. Aún hoy el Canal Grande se atraviesa en varios puntos mediante góndolas de pago. Las únicas vías de acceso fueron los canales y aún lo son para bomberos, policía, ambulancias, servicios funerarios, constructores, recogida de basuras y transporte público. Lo lógico, por muy pintoresco que parezca, es que también lo sean para minusválidos. Habría que diseñar una especie de scooter acuático donde pudiera embarcar una silla de ruedas y el propio minusválido pudiera pilotar por los canales. También habría que introducir pequeños embarcaderos con rampas flotantes en puntos estratégicos de la ciudad. Es un desafío de diseño, no lo niego, pero, al menos, va en la dirección correcta.
11. Los acrónimos
No hay duda de que si el lápiz se acabase de inventar se llamaría Udecmdg (o sea, utensilio de escritura con mina de grafito).
Odio la invasión de acrónimos. Me niego sistemáticamente a utilizarlos. Me parecen fruto de la más hortera influencia yanqui. Cuando enseñé en una universidad norteamericana todos los alumnos se llamaban por las iniciales de nombre y apellido (siempre me negué a esta perezosa indelicadeza; siempre dispuse de tiempo para utilizar su nombre completo), en mucho de su cine oímos lo mismo y como la mayoría de inventos vienen de allí nuestros ordenadores y televisores están repletos de misteriosos adelantos: ADSL, TDT, DWD, USB…Solamente hay una notable excepción: el mouse, o ratón; un nombre ingenioso que tiene algo que ver con el invento. Además los acrónimos se pronuncian de manera arbitraria; podemos intentar pronunciar MNAC pero para CCCB no queda otro remedio que deletrear Cececebe. Lo mismo sucede en ingles; pronunciamos Moma pero para UCLA debemos pronunciar Yusieley. Y, para colmo, aunque las iniciales de las palabras coincidan su orden no lo hace y NATO se convierte en OTAN y AIDS en SIDA. Recurrir a acrónimos demuestra la más absoluta falta de imaginación para crear palabras ante nuevas realidades. No es de extrañar que sean los organismos públicos, que no se caracterizan por un derroche de imaginación, los que primero se han acogido a esta atormentante horterada de importación.
Inventar no es fácil pero, si no se atreven con ello, recurran a nombres tradicionales. Pensemos en centros de arte: el CCCB podría llamarse Centre de la Caritat; el MNAC, Museu de Monjtuic; el CARS, Reina o Sofidú … Sé que los políticos se ponen calientes con el rimbombante Museu Nacional d’Art de Catalunya, pero al Museo Real de Arte Español lo llamamos el Prado; al francés, el Louvre; al ingles la Nacional; al norteamericano, el Metropolitan…
Si no se les ocurre nada, recurran a la tradición. Algunos personajes cervantinos eran bachilleres, habían estudiado un bachillerato, seguramente con asignaturas muy diferentes de las que estudiamos nosotros, pero tres siglos y medio más tarde el título (tan parecido al francés) aún lo conservábamos. Pero nuestros hijos no; nuestros hijos ya no son bachilleres, son titulados de EGB, o de BUP, o de COU, o de ¡ESO! o de lo que al ministro/a de turno – ministro/a de educación para más escarnio (no digo inri por ser un acrónimo, aunque cargado de historia)- se le haya ocurrido para dejar huella de su pezuña.
12. La Nueva CocinaVolver
Como me quedan tres telediarios, bueno, tres diseños atormentantes, voy a tratar un tema que nadie culturalmente prudente osa poner en cuestión: la cocina de autor.
Hace poco el editor Jorge Herralde me pidió una introducción para la reedición de La palabra pintada de Tom Wolfe. Al releer el libro pasados treinta años me he dado cuenta de que los vicios que Wolfe achacaba a la pintura de vanguardia de entonces – que más importante que la propia pintura era la teoría que la sustentaba- han infectado otra disciplina: la alta cocina. Hoy podemos hablar con propiedad de la palabra cocinada.
Sé de sobras que esta cocina de vanguardia goza hoy de un prestigio incontestable, acude a los foros artísticos más renombrados y es valorado patrimonio de nuestro país (por lo que voy a ser tratado de antipatriota, cosa que soy) pero a los pocos -no precisamente anclados en la cuina de l’àvia- que vamos al restaurante más a disfrutar que a tomar lección esto nos comienza a resultar algo atormentante.
Entre otras cuestiones, nos parece agobiante degustar 40 miniplatos (no exagero) con una compleja composición de sabores en cada uno. Existe una limitación humana que se llama umbral de percepción. Si me parece recomendable disfrutar de no más de cuatro obras en la visita a un museo, imagínense como está mi capacidad de percepción al décimo miniplato.
Nos parece discutible la sorpresa como único valor artístico. Que un producto se presente con una apariencia o una textura totalmente distinta a la original es sorpresivo pero si esta apariencia o textura no supera la original se queda en esto: en una ocurrencia que deja de divertir si se repite machaconamente. La bóveda de la Sixtina sorprendió pero no fue éste su único valor, y Vermeer… ni siquiera esto.
Nos parece absurdo que no se tenga en cuenta que ciertos manjares precisan de un mínimo de cantidad para ser disfrutados. Una pequeña porción de foie o de caviar puede convencernos (aunque nos quedemos con las ganas de repetir) pero que unos pocos granos de arroz con una picada inyectada con una jeringuilla directamente en la boca nos dé la idea del placer de una paella, es dudoso.
Por último (porque no tengo más espacio), nos resulta humillante lo pretencioso de todo ello; el uso de términos filosóficos (como deconstrucción) y que no podamos mantener una mínima conversación en la mesa porque de continuo el camarero la interrumpe para aleccionarnos sobre el concepto de lo que vamos a engullir y sobre cómo debemos hacerlo.
13. La Sanidad
Este es el penúltimo Diseño atormentante que voy a analizar. Hasta aquí he intentado ser serio sin ponerme serio; hoy quizás me lo ponga un poco más.
Un apesadumbrado amigo arquitecto avanza por el pasillo del hospital. Le acaban de intervenir de un cáncer de próstata y según el diagnóstico más optimista no podrá volver a hacer el amor. Le han recomendado que se esfuerce en caminar un poco. Mientras avanza a pasitos diminutos carreteando con dificultad el palo de suero le viene a la memoria que a su maestro José Antonio Coderch (gran arquitecto pero pésimo paciente según los cánones hospitalarios) le pareció tan humillante este artilugio que ideó una especie de mochila que le permitía caminar con algo más de soltura. No sólo el palo del gotero, sino todo lo que rodea a nuestro propiamente llamado “paciente”, puede ser clínicamente efectivo pero es gratuitamente atormentante.
Comenzando por el gélido diseño del hospital que hace lo imposible para distanciarse del calor y confort de su hogar. Parece que los arquitectos (bueno, ellos ya no son los que deciden) olviden que la razón de ser de un hospital son los enfermos, no los doctores, de igual forma que la de una escuela son los alumnos, no los profesores. Nuestro hombre recuerda la maravillosa conferencia en la que Louis Kahn (el último arquitecto que tenía cosas que decir) aseguraba que una escuela no es un esquema de circulaciones, ni tantos metros cuadrados por alumno, ni ventilación cruzada y tantos luxes en las aulas: la esencia de una escuela es un adulto que explica algo a un niño, probablemente sentados bajo un árbol.
La habitación minimalista, el televisor (de pago) colgado allá arriba, el sofá cama tapizado de skay. La ventana tan alta que no le permite suicidarse pero tampoco ver el jardín, el techo -su principal visión- con el único atractivo del rociador y el detector de humos. Este interminable pasillo, la luz fría de los fluorescentes del techo, el pavimento de mortadela, el palo de suero y, sobre todo, esta absurda batita con su ridículo estampadito azul celeste que le han obligado a endosar. Batita invertida que le obliga a ir mostrando el culo a los visitantes. Ultima humillación, último diseño atormentante para quien está viviendo un momento tan delicado.
Algunos divulgadores, como Eduard Punset, ciegamente optimistas respecto a los avances de la medicina, vaticinan que dentro de poco viviremos ciento veinte años. Suponiendo que esta utopía siniestra fuese posible, no quiero vivir ciento veinte años, quiero vivir los que me queden con un mínimo de dignidad.
14. La comedia post mortem
Que mueran nuestros seres queridos y nosotros mismos es indefectible pero da mucha rabia. No lo hagamos aún más triste con hipócritas ceremonias atormentantes.
Si tenemos la suerte de ser auténticos creyentes ¡no seamos egoístas! El ser querido nos ha abandonado en este valle de lágrimas pero nos está esperando desde un lugar más apetecible ¡Alegrémonos pues! ¡Hagamos una emocionante ceremonia religiosa! ¿No vemos cómo auténticos creyentes lo celebran en New Orleans? (Claro que la Iglesia Católica ha abandonado su más preciado patrimonio: el ritual. José Antonio Coderch aseguraba que no volvería a un entierro hasta que la misa volviese a celebrarse en latín y de culo al pueblo.)
Si tenemos la desgracia de pertenecer a la mayoría descreída lo tenemos más jodido. Albergamos serias dudas de que el finado haya pasado a mejor vida y de que lo volvamos a ver (por cierto, si lo volvemos a ver ¿con quién nos encontraremos, con el ser joven, bello y alegre del que nos enamoramos o con el agonizante de los últimos meses?). Estamos casi seguros de que lo hemos perdido para siempre, lógicamente hundidos y necesitamos remontar ¿De verdad creemos que la mejor manera de hacerlo es ¿celebrar? una interminable misa de funeral -con sermón, al que nadie atiende, y comunión, a la que casi nadie acude- en el deprimente tanatorio, cuando todos sabemos que no era creyente? ¿No es una falta de respeto al fallecido y a la religión? ¿No vemos a los resignados asistentes consultando el reloj? ¿Tenemos que disimular nuestra alegría al encontrarnos con amigos que no veíamos en años? ¿No hay soluciones menos atormentantes? ¿No podemos, al menos, montar algo más parecido a Cuatro bodas y un funeral?
Yo, por mi parte, lo tengo claro y detalladamente diseñado: Que entreguen mis restos a la ciencia (como quiso mi padre) o que me incineren sin ninguna ceremonia (como quiso mi madre). Que se monte una fiesta para mis amigos, mujer e hijos; sin autoridades, periodistas u otra gente de poco fiar. Una fiesta con alcohol y otros auxilios, con la música que amé, con baile... Una fiesta donde la gente pueda llorar recordándome y reír olvidándome.
Mi joven esposa protesta argumentando que estará demasiado triste para montar tal tinglado. Espero que le deis una mano…
El transporte aéreo II.
Ilustraciones: cristinablanch.com
Los pictogramas sexuales en aseos
Las rotondas
Los acrónimos