Hace años, durante la presentación del Año Dalí en su fundación de Figueres, mientras escuchaba la explicación del programa de exposiciones, actos y festejos, y miraba los videos promocionales, no dejaba de preguntarme si los responsables de tales eventos podríamos ser tachados, con toda justicia, de excesivamente localistas. Sin embargo, para disipar mis escrúpulos, ya en los discursos inaugurales los distintos representantes políticos tuvieron a bien recordarnos la frase que Dalí citaba con frecuencia −aunque el mismo Dalí reconocía que no era suya sino de un escritor francés que ahora no me viene a la memoria− que afirma que sólo a través de lo ultralocal es posible alcanzar lo universal. Esta sentencia fue utilizada machaconamente durante aquel temible el año. Sentencia que sirvió para demostrar lo muy español, o lo muy catalán, o lo muy ampurdanés, o lo muy figuerense que se consideraba el artista. Ante este aluvión patriótico, no está de más bien precisar que la frase en cuestión, que en boca de un famoso ultrauniversal como Dalí tenía su sentido y su gracia, no significa que “todo” lo ultralocal tenga vocación universal; para que esta transformación tenga lugar hace falta una intervención artística, una intervención artística muy singular, una intervención artística genial.
No hay nada menos universal, menos original, menos distintivo, más uniforme en todo el universo, que el folclore; el folclore que Dalí aborrecía. Al Dalí que dictaminaba que la sardana por sí sola “bastaría para cubrir de vergüenza y oprobio a una región entera”; al Dalí que lo peor que se le ocurrió escribir a García Lorca sobre su exitoso Romancero gitano es que le parecía costumbrista, anacrónico y tradicional; a este Dalí, hace falta tergiversarlo mucho para convertirlo en un sentimental localista.