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“Se puede ser un viejo verde y además un genio, como Nabokov” (lee aquí la entrevista para El País)

Alas y raíces2007

Cuando éramos jóvenes ansiábamos tener alas, ahora parece que todos se empeñen en profundizar sus raíces. Janis Joplin versus Madonna. A Eva, mi actual mujer, nacida en el sesenta y ocho, le encanta Madonna. Es un referente para ella, y para muchas otras personas de su edad o mucho más jóvenes. Para mí, y para muchos otros de mi generación, lo fue Janis Joplin. Una cuestión interesante que merece un poco de reflexión. Entre Janis y Madonna se dan evidentes paralelismos: son mujeres, cantantes, de muchísimo éxito en plena juventud, iconoclastas, escandalosas, capaces de interpretar sueños de la juventud de su tiempo..., y, sin embargo, ¡qué diferentes son! (quizás porque los sueños de la juventud de su tiempo también lo sean). A mí no me disgusta Madonna, me cae bien y me divierte; baila estupendamente, está buena, envejece con cierta dignidad..., pero no consigue emocionarme. No tuve ocasión de ver a Janis en directo, sólo la conozco a través de sus grabaciones y de alguna filmación de sus actuaciones, pero nunca olvidaré la primera que vi, la de Monterrey Pop, donde aparece, entusiasmante, inmensa en su pequeñez, pateando la escena con sus sandalias doradas, aullando Cry Baby..., un flechazo. He visto a Madonna en directo y he visto después, en televisión, el mismo concierto en otra ciudad. La actuación se repite de forma matemática, cronométrica, literalmente exacta. Ni un sólo error, ni un desliz, ni una duda, pero, a la vez, ni una improvisación. Janis nos hacía creer que se jugaba la vida en cada actuación y, de hecho, como Jim Morrison o Jimi Hendrix, se la jugó de verdad. Madonna tiene una hija preciosa, una mansión en la campiña inglesa, se ha hecho muy religiosa, reza con sus músicos y bailarines antes de actuar... Nada de esto me parece mal pero..., parece menos romántico.

        Sé perfectamente que los viejos de todas las épocas han despotricado de la juventud por que no han sido capaces de entenderla y que la sensación de que cualquier tiempo pasado fue mejor evidencia la persistencia de esta miopía. Soy perfectamente consciente de que para caer bien a los jóvenes y mostrarse enrollado no hay nada mejor que hacerles la pelota y asegurar que cada generación ha sido mejor que la precedente, aunque la evidencia científica de esta afirmación sea muy difícilmente demostrable pues del Astrolopitecus Afarensis hasta hoy han pasado unas cuantas generaciones y el efecto acumulativo de tal mejora ya debería comenzarse a notar. Los atletas consiguen mejores marcas, la esperanza de vida no deja de crecer, se han erradicado muchas enfermedades (aunque no dejen de nacer otras nuevas); pero el arte no progresa, algunos fundamentalismos se suavizan pero otros se radicalizan, los nacionalismos perviven, la mayoría de las mujeres del planeta continúan esclavizadas, infinidad de animales sufren maltratos inútiles, etcétera, etcétera.

         No presumo de saber cómo son los jóvenes de hoy, aunque sospecho que tengo algo más de idea que los sociólogos y otros especialistas del tema. Digo esto porque, al menos, tengo memoria −sobre todo de la época de mi juventud− y me sorprende lo poco que muchos adultos recuerdan de sus devaneos juveniles, que muchas de las actitudes juveniles que les escandalizan no son tan distintas de las que nosotros teníamos a su edad. No veo porqué esta generación debería ser mejor que nuestra, pero tampoco peor, aunque sospecho que se divierte menos de lo que nos divertimos nosotros. Hay que estar bastante aburrido para rociar con gasolina a una indigente, quemarla viva y grabarlo en el móvil para presumir ante los amigos.

Claro que convendría aclarar a qué juventud nos referimos: ¿a la que se agolpa en nuestras discotecas? ¿a la del botellón? ¿al sesenta por ciento de los jóvenes franceses cuyo proyecto de vida es ser funcionarios? ¿O nos referimos a la juventud que va a regir el destino del mundo en un futuro no muy lejano? Porque, si es así, ya podemos ir prestando atención a la juventud oriental, con la china y la india en cabeza, ya que de ella es el futuro (esto, en el supuesto optimista de que el futuro no esté en manos del radicalismo islámico). Desde luego, me cuesta imaginar cómo es la juventud china o tailandesa, pero sí tengo algunas ideas, no propiamente sobre los jóvenes, sino sobre los ideales hoy en boga en el mundo occidental, el catecismo de lo políticamente correcto con el que se pretende formar a nuestra juventud.

Pertenezco a una generación de ilusos, la de los sesenta, que creía que muchos de los vicios que durante siglos habían lastrado a nuestra sociedad podían erradicarse en pocos años, que evolucionábamos en sentido progresista y que esta evolución era irreversible, que, en pocos años, conseguiríamos que desapareciesen los jefes mandones, los empresarios avariciosos, los maestros autoritarios, los políticos corruptos, los localismos excluyentes, los machos dominantes, los maridos posesivos, las esposas arpías, los celos, el pudor, los sostenes... Esta utopía nos parecía aún más realizable a los jóvenes españoles, ya que atribuíamos todas estas lacras al franquismo que nos ahogaba; muerto el dictador (éramos ingenuos pero no tanto como para imaginar que lo derrocaríamos, al menos los que vivíamos en el país) muerta la rabia: evolucionaríamos inevitablemente hacia estos objetivos, y nuestra generación tenía la oportunidad histórica de acelerar este proceso, de hacer llegar la imaginación al poder. Todo muy ingenuo, muy sesentayochero, pero bastante sincero. La sinceridad es lo que, a distancia de cuarenta años (de todo hace ya veinte años, decía el lúcido Gil de Biedma; ahora me parece que de todo hace ya cuarenta) redime aquellas utópicas y maximalistas pretensiones. Porque durante unos años −pocos, si hemos de ser sinceros− procuramos que en nuestro trabajo las jerarquías se difuminasen, en nuestros estudios cada uno decidía su propio horario en función del trabajo en el que estábamos inmersos, no había días laborables y días festivos, la música sonaba a pleno volumen y no la bajábamos cuando llegaba un, lógicamente alarmado, cliente. El concepto de propiedad era cuestionado, las casas estaban abiertas para muchos amigos, a casa meva es casa teva si es que i ha casas d’algú cantaba nuestro querido Jaume Sisa, y nosotros nos lo creíamos. Algunos, influenciados por las noticias que llegaban de Berlin, intentaron la conflictiva experiencia de convivir en comunas. Y afrontamos la aventura más delicada y sensible de todas: la de la absoluta libertad sexual. No exagero mucho si digo que llegué a acostarme con todas las chicas de mis amigos íntimos, y que todos ellos se llegaron a acostar con mi chica. Obviamente, esto resultaba de lo más excitante, pero dominar o, peor aún, ocultar los celos que esta promiscuidad provocaba era tarea difícil y dolorosa. Esta manera de trabajar y de vivir no podía durar demasiado sin degradarse.

La noche que, tras la cena en que una amiga había invitado a sus íntimos con motivo de su treinta cumpleaños, en plena calle, cuando subíamos a los coches, uno de mis mejores amigos propuso a mi amada, que hacía años vivía conmigo, que se largase con él, me di cuenta de que aquello se había acabado. The dream is over cantaba ya John Lennon. Mientras conducía en silencio de regreso a casa, aquella proposición, a aquellas alturas, me parecía simplemente una grosería.

Todos, o casi todos, hemos dimitido de aquellas núbiles utopías. Tienen mucha razón los jóvenes que denuncian que la mayoría de los centros de poder −político, económico, ideológico y artístico− están hoy copados precisamente por supervivientes de aquella generación que se pretendió alternativa. Sin embargo cuando veo la edad de algunos de los que se revelan frente al puritanismo invasor me doy cuenta de que en unos pocos aún quedan rescoldos de su antigua ilusión libertaria. Porque pienso que muchas de las medidas que el conjunto de la sociedad occidental está adoptando, muchas veces bajo el manto protector progresista, están teñidas de puritanismo.              

Las estrellas de hace años eran alocadas, se emborrachaban (Ava Gardner en Madrid, Rita Hayworth); las de ahora hacen jogging y no fuman. Quizás las mafias de la droga son tan fuertes que presionan a los gobiernos de todo el mundo para que éstas no se legalicen, lo que significaría el fin de su desproporcionado negocio.

Arquitecto por formación, diseñador por adaptación, pintor por vocación y escritor por deseo de ganar amigos, Oscar Tusquets Blanca es el prototipo del artista integral que la especialización del mundo moderno ha llevado progresivamente a la extinción.
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