Un añorado Tom Wolfe.

2010

Prólogo para el libro La palabra pintada y ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? Editorial Anagrama

 

La introducción a un buen libro representa siempre un comprometedor desafío. Lógicamente, el lector tiene ganas de dejarse de preámbulos, más o menos eruditos, y sumergirse sin más en el texto que ha suscitado su interés y le ha animado a adquirir el ejemplar que tiene entre las manos. El lector de esta pareja de libros -que ha hecho una excelente elección ya que en estas páginas va a disfrutar del mejor Tom Wolfe- no precisa en absoluto de mis aclaraciones; el texto se explica por sí mismo. Sin embargo, La palabra pintada data de 1975 y ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? de 1981. Treinta años son muchos para unos textos periodísticos aunque se trate  de “nuevo periodismo”. Tuve el placer de participar –como fan absoluto de Wolfe- en la presentación de la edición española de la Bauhaus hace veintisiete años. El aspecto escandaloso de aquel texto panfletario tiene que haberse forzosamente diluido; su clarividencia y su calidad literaria, sospecho que no.    

Por una parte, el lector descubrirá muy pronto al escritor sumamente erudito que se oculta tras el impecable terno de hilo blanco de un dandy aparentemente frívolo. Para demostrarlo basta un ejemplo: el capítulo 5 de La palabra pintada, dedicado al fenómeno del Pop Art, se abre con un retrato, dibujado por el propio autor, bajo el que se puede leer: “Andy Warhol. No hay nada más burgués que tener miedo de parece burgués.” Pues bien, esta frase, que resulta absolutamente apropiada al pintor y a lo que después desarrollará el capítulo, la escribió, prácticamente idéntica, doscientos años antes Jules Renard en uno de sus diarios. Estoy seguro de que Wolfe la había leído y de que la aplicó –de forma consciente o en erudito acto fallido- muy oportunamente. En cualquier caso, es un escritor de lo menos naïf, un escritor de gran cultura y colmillo retorcido, el que desarrolla este irreverente pero lúcido recorrido de la historia de la pintura y arquitectura de vanguardia a lo largo del siglo XX. Comienza explicando como el Movimiento Moderno arrancó, para la pintura, en París, alrededor de 1900, con el rechazo de la naturaleza literaria del arte académico, y, para la arquitectura, un poco más tarde, en Viena, con la Secesión y, sobre todo (aunque no lo precise Wolfe lo hago yo) con la puritana condena de toda ornamentación por parte Adolf Loos. A partir de estos inicios, ambos libros narran de forma apasionada e irónica, aunque rigurosamente documentada, el devenir de las vanguardias y de sus protagonistas. Lo original del enfoque wolfiano es que, para el autor, estos protagonistas no son los propios artistas sino los teóricos, los pensadores, los vendedores de ideas y manifiestos programáticos. Es verdad que, si bien en pintura estos teóricos no suelen ser a su vez pintores, en arquitectura casi todas las teorías han partido de arquitectos, pero ¡no nos engañemos! de no haber fundado y dirigido la Bauhaus, de no haber sido el profeta de la consigna “partir de cero” y el director de la Escuela de Arquitectura de Harvard en cuanto llegó  a Estados Unidos ¿alguien consideraría a Walter Gropius, el Príncipe de Plata, un artista de primera magnitud al nivel de Gaudí, de Mies van der Rohe, de Alvar Aalto o de Hans Scharoun, que apenas se manifestaron fuera de su obra arquitectónica?

Por otra parte, el lector hallará en Wolfe al inigualable cronista social, al observador ingenioso e implacable; al escritor políticamente incorrectísimo, que no tiene pelos en la lengua, que no respeta nada por respetable que parezca, que es capaz de explicarnos con anécdotas reveladoras “el complejo colonial” de América por  Europa, la Bauhaus a través del tufillo de ajo en el aliento de sus miembros, o a Jackson Pollock, absolutamente borracho y desnudo meando en la chimenea del salón durante una fiesta de Peggy Guggenheim. El valor revelador de la anécdota.

Cita el gran Josep Pla a Mérimée: “De la historia sólo me interesan las anécdotas” para pasar a afirmar que en literatura sólo le interesan las cosas concretas, que los grandes escritores franceses, desde Rabelais y Montaigne, pasando por los moralistas y los eróticos, no han hecho más que contar anécdotas, y que la literatura inglesa, que es la más confortable de nuestro mundo, es aún más anecdótica que la francesa.

Por favor intelectuales, denme anécdotas, que las conclusiones ya las sacaré yo mismo. Por esto me apasiona Wolfe, y cuanto más anecdótico, más me gusta. El Wolfe de La izquierda exquisita o el de Lo que hay que tener, el libro que narra la carrera espacial desde el punto de vista de los astronautas, uno de sus mejores libros si no el mejor, una sucesión de anécdotas deslumbrantes como la que explica de dónde procede este deje campechano y despreocupado con el que los pilotos, o, mejor, los aviadores norteamericanos, se dirigen al pasaje, sobre todo en casos de emergencia (el talento analítico de Wolfe desvela que este acento procede inequívocamente de Chuck Yeager, el más legendario de los pilotos de pruebas). El par de libros que ahora nos ocupan también están repletos de anécdotas, no por divertidísimas menos significativas: la danza de los bohemios que nace en Montmartre y Montparnasse y acaba en Manhattan, Picasso comprando en sastrerías de Bond Street, las inauguraciones de etiqueta del MOMA con los artistas ataviados con la chaqueta del smoking y los tejanos manchados de pintura.

Detalles precisos, detalles… (Mies aseguraba que Dios está en los detalles), en ellos reside el tremendo atractivo de Wolfe.

Los Manhattan (¿recordáis los Manhattan?) que se servían en el vernissage de la primera exposición que Peggy Guggenheim organizó para Jackson Pollock; las hermosas jovencitas de caderas en guardia, divididas en hemisferios por las costuras de los recios pantalones tejanos en la galería de Leo Castelli; Warhol hecho un lío frente a la interminable fila de cubertería plateada del apartamento de los Scull…

Gropius y sus cofrades recibidos en América como los Dioses Blancos de las películas de la selva que se hacían en la época; Papá Franck (Lloyd Wright) esnobeando al mismísimo Gropius desde el asiento trasero de su Lincoln Zafiro rojo; las sillas Barcelona de Mies presidiendo el austero apartamento del arquitecto novel y su joven consorte; Louis Kahn analizando un extenso proyecto estudiantil a poco centímetros del boceto, con su humedecida colilla de puro colgando de la boca; Philip replicando a sus críticos “Siempre me ha encantado que me llamaran Mies van der Johnson” (por cierto Mies nunca se llamó van der nada, se lo añadió para quedar más aristocrático como genuino arquitecto de la clase obrera alemana); un grupo de veteranos y hábiles artesanos que al pasar frente al MOMA se ponen a agitar el puño y a gritar: “Este condenado sitio nos está jodiendo! ¡Nos están matando estos hijos de puta!”; Stone enamorándose de una explosiva latina en un vuelo a Europa y traicionando a partir de entonces el estricto estilo internacional, un reputado crítico de arquitectura neoyorquino reprendiendo a Wolfe por citar elogiosamente al gran Eero Saarinen; el embarazoso acto de homenaje a Morris Lapidus, los exitosos arquitectos de la enorme firma Skidmore, Owings & Merril invitando a los jóvenes contestatarios del postmodernismo (que apenas habían construido nada) a que les sometieran un sonado y humillante rapapolvo…

Todo esto y mucho más queda deliciosamente explicado en este libro y no es de ninguna utilidad ni tiene ninguna gracia que yo me ponga a analizarlo aquí. Quizás resulte más entretenido pararnos a pensar en qué escribiría Wolfe ante la escena del arte actual.  

Wolfe cerró La palabra prediciendo que en el año dos mil, el Metropolitan o el MOMA celebraría la gran retrospectiva “Arte americano 1945-1975”. En esta exposición las obras serían pura ilustración marginal de los grandes teóricos, los responsables de la pintura como ilustración de teorías, de la palabra pintada. La verdad es que no ha sucedido exactamente así. Lo que ha sucedido es que los excesos de los teóricos de los que el libro trata han acarreado su extinción. Hoy ya no existe crítica ni teoría pretendidamente seria sobre Arte. Existen, como máximo, cronistas que hablan de la última Documenta o de la última Biennale como si tratasen un acto social: quiénes fueron los invitados, quiénes los más fotografiados, quiénes los más valorados (lo que quiere decir los más caros), los mejor vestidos y enjoyados, etcétera. Yo me formé como arquitecto leyendo Domus y Casabella; sabía lo que Gio Ponti o Ernesto Rogers opinaban sobre la arquitectura contemporánea y, a veces, su crítica era profunda e implacable. No sé dónde están sus sucesores. Por ello, me encantaría que Wolfe nos comentase lo que ha sucedido en este final y principio de siglo. Saber, por ejemplo, su opinión sobre Daniel Hirst o sobre Zaha Hadid, sólo por escoger a dos protagonistas del numeroso grupo de encantadores de serpientes de los últimos años. Porque tras los pretenciosos embaucadores analizados en este libro han aparecido, inevitablemente, otros…, no sé si peores. He leído (por encima, la verdad) toneladas de papel dedicado a estos dos emblemáticos y mediáticos (empleo estos horribles términos a plena conciencia) faranduleros. Sin embargo, no he leído ni una sola crítica razonada sobre su obra. No hay un nuevo Ernesto Rogers, ni un nuevo Stanislaus von Moos, ni un nuevo Joseph Rykwert (para circunscribirme a la arquitectura). Pero es que tampoco aparece un nuevo Tom Wolfe que pueda o se atreva a explicar las anécdotas, los precisos y preciosos detalles. Por ejemplo: el pésimo carácter y los pintorescos modales de Zaha: su impuntualidad e informalidad en los compromisos, su agresividad con los arquitectos competidores en concursos, sus frecuentes eructos en la mesa (aunque su aliento quizás no huela a ajo), cómo, tras vencer en el concurso del proyecto más emblemático de la Expo de Zaragoza (el puente monumental sobre el Ebro) declara tan tranquila que no ha visitado nunca la ciudad pero que ya irá antes de la inauguración,  o cómo se niega a que la fotografíen junto a mujeres que considera menos “importantes” (vamos a concretar detalles como Wolfe: Patrizia Moroso, directora de arte de la firma que lleva su nombre, y la diseñadora Patricia Urquiola)… Recuerdo cien reveladoras anécdotas de este tipo protagonizadas por encumbrados pintores, arquitectos y diseñadores. Ya que Wolfe por ahora no se anima, tal vez tenga que escribirlas yo cuando tenga un mal día.      

Otro fenómeno aparecido en este trienio, que ni Wolfe ni casi nadie podía prever, ha sido la entronización de la cocina, que de artesanía utilitaria se ha convertido en Arte por el Arte y, consecuentemente, propicia a contagiarse por los virus tan bien analizados en este libro. (Tan peculiar fenómeno alcanzó su cenit con la convocatoria al cocinero Ferran Adrià como artista invitado de la Documenta de Kassel en 2008.) Curiosamente, no ha sido en las consideradas prestigiosas Bellas Artes sino en la Alta Cocina donde con más virulencia se han hecho realidad las profecías de Wolfe. Hoy no importa tanto lo qué comes o lo qué disfrutas comiendo como la innovación y el soporte teórico del plato. Soporte teórico que emplea términos como deconstrucción, rapiñados directamente de tratados filosóficos contemporáneos. Tanto es así, que no podemos mantener la mínima conversación (por intima y prometedora que parezca) en la mesa, porque el instruido camarero nos manda callar a cada momento para aleccionarlos sobre el miniplato que nos acaban de servir. La palabra cocinada. Un buen e ingenioso amigo (continuemos concretando: el diseñador Miguel Milá) se encuentra en un restaurante de estas pretensiones. El maitre, uniformado de riguroso negro, al observar su desconcierto ante el diseño vanguardista de la carta, se acerca e inquiere: “¿Está el señor familiarizado con nuestra carta?”, a lo que Miguel responde:- “No, es que hoy es el primer día que acudo a clase”.

Siempre  he desconfiado de los guías en los museos. Si para disfrutar de una obra de arte nos es imprescindible una explicación reveladora –cosa discutible- desde luego estos personajes no nos la dan. Cuando, con irrefrenable e  indiscreta curiosidad, me acerco a un grupo organizado y aguzo el oído sólo escucho, en distintos idiomas: fechas, anécdotas sobre el autor, a qué escuela pertenece, quiénes aparecen o qué simbolizan los personajes representados, a quien pertenecía la obra, cuánto costó en su tiempo o en la última subasta…, en fin datos que nada tiene que ver con el valor artístico de la obra. Ante un maravilloso retrato el guía nos explica quien era el modelo; nunca la dificultad de representar la asimetría de cualquier rostro, el pelo, una nariz de frente, una oreja en escorzo, una boca expresiva, el brillo de los ojos… Seguro que Michel Foucault nos haría disfrutar más de la enorme complejidad de Las Meninas pero parece que pocos guías han leído o entendido Les mots et les choses. Además de provocar considerables molestias a los visitantes que vamos nuestro aire (el cuadro que más me gustó, hace muchísimos años, de mi vista al Museo Van Gogh de Amsterdam fue el que prohibía estrictamente las visitas con guía, anécdota que divirtió muchísimo a Salvador Dalí que odiaba al pintor), creo que los guías raramente entienden la obra que pretenden explicar, y si esto es comprobable en el arte histórico excuso decirles lo que sucede con el arte contemporáneo. En una de mis visitas al Guggenheim de Bilbao tuve la ocasión de contemplar una escena impagable: un joven guía disfrazado de progre inconformista con larga cabellera recogida en cola de caballo daba una prolija explicación conceptual a un grupo de campesinos vascos –inequívocamente venidos de sus agrestes caseríos- ante una obra de Richard Long. Los demudados rostros de aquella buena gente intentando seguir la docta perorata que intentaba transmitir el valor de  aquellos pedruscos amontonados en el suelo nunca se me olvidarán. Me hubiese gustado estar con Wolfe allí, pero también me gustaría estar con él ante un plato a la espera de la imprescindible lección para que lo podamos asimilar.   

Asistimos a los restaurantes de la Nueva Cocina quizás a sorprendernos pero seguro que a tomar lección; no a disfrutar. O sea, como los cineforums de mi juventud: la consabida tabarra vanguardista. Al finalizar la conferencia de un reputado y estrellado cocinero del Levante español (rematemos: Quique Dacosta), una de las asistentes se atreve a preguntar respetuosamente si los representantes de la Nueva Cocina serán capaces de dejar recetas útiles. El cocinero, algo ofendido, responde: “Señora, nosotros no dejamos recetas, dejamos conceptos” Puro Wolfe.

     Tom, nos encantaría que en alguna ocasión hablases de estas novedosas engañifas. Lástima que estés abrumado por otros proyectos. Un día te enfrascaste en ambiciosas y extensas novelas; su tremendo éxito comercial justifica sobradamente esta decisión pero, si quieres que te diga la verdad, te echamos de menos.