Dos regalos y un proyecto.
Septiembre 2000
Para el libro en homenaje al ingeniero José Antonio Fernández Ordoñez
Conocí a José Antonio hace pocos años. Naturalmente había oído hablar mucho de él, teníamos amigos comunes, conocía su obra de ingeniería y sus múltiples inquietudes culturales.
La razón concreta que provocó nuestro encuentro fue que nuestro auditorio de Las Palmas de Gran Canaria se asentaba en un terreno que lindaba con el ambicioso proyecto que José Antonio había redactado para toda la costa del Rincón, al oeste de la playa de las Canteras.
En este proyecto se conservaban unas decrépitas naves industriales con cubierta de fibrocemento y caballos prefabricados de hormigón, que personalmente me parecían de escasísimo interés y que se integraban de mala manera con nuestro edificio. Cuando supe por los políticos que ellos no estaban por la conservación, pero que ésta constaba en el proyecto de José Antonio, manifesté inmediatamente mi intención de verme con él y alcanzar un acuerdo. Siempre he estado convencido de que, entre técnicos capaces y que se respetan, llegar a la solución más adecuada al problema planteado resulta fácil.
Efectivamente, el caso de José Antonio no fue una excepción. No sólo llegamos al acuerdo de que demoler las naves era la solución razonable -la arqueología industrial tiene un límite- sino que simpatizamos de inmediato. José Antonio visitó mi estudio, mi casa, y mi jardín, que le encantó. Vio el patio donde había dispuesto algunas esculturas, unas originales y otras reproducidas, e inmediatamente opinó que debía tener una reproducción de la Venus de Medicis; concretamente una reproducción hecha con los moldes obtenidos directamente del original de Firenze, que Velázquez, en persona, se había traído de su viaje a Italia. Estos moldes se conservan en la Real Academia de San Fernando, y José Antonio podía intentar el favor de que hiciesen una reproducción para mí.
Así lo hizo, y un día me llegó un enorme embalaje del que apareció, con exultante belleza, como Venus que era, la escultura. Mi alegría fue enorme -la Medicis aún está frente a mí mientras escribo estas líneas- y, para colmo, José Antonio se negó en redondo a que pagase los gastos. Esto, naturalmente, me puso en un aprieto, porque ¿qué le podía regalar yo que estuviese a la altura de su presente?
Tras muchas dudas me decidí por una pequeña copia, al óleo, que había realizado de La dama del abanico de Velázquez, que se conserva en la Vallace Collection. Nunca vendo, y no acostumbro a regalar, las escasas pinturas que logro realizar, pero, en este caso, me pareció que era un reconocimiento oportuno, aunque muy modesto, al estupendo regalo de José Antonio. La pequeña copia pareció gustarle y, años más tarde, me dijo que Antonio López García, al verla, la había encontrado muy bien “tocada”, lo que, evidentemente, me llenó de orgullo.
El último y apasionante proyecto que nos traíamos entre manos tenía poco que ver con la arquitectura o la ingeniería, como tantos otros en los que se implicaba el ilustre ingeniero. Se trataba de una de las tres únicas exposiciones que, desde la Fundación Gala-Salvador Dalí, pretendemos organizar para conmemorar el centenario del nacimiento del maestro de Figueres, en el año 2004.
Nuestra idea para esta exposición, que se denominará Dalí y sus maestros, es la de confrontar la obra de los grandes maestros históricos que Dalí idolatraba –Velázquez, Vermeer, Rafael, Alma Tadema, Canova, Cellini... - con obras dalinianas que evidencien esta admiración.
El único museo del mundo que puede acoger esta muestra es el Prado, pues posee en su colección permanente el ochenta por ciento de las obras de grandes maestros que precisamos. Además Madrid es, con Barcelona, París, y Nueva York, una de las ciudades determinantes en la trayectoria de Dalí. Siendo José Antonio el presidente del patronato del Prado, no dudé un momento en telefonearle para explicarle la idea, que inmediatamente le entusiasmó.
Para avanzar en el proyecto tuvimos un agradabilísimo almuerzo en el Ritz de Madrid, junto con el director y otros responsables de la pinacoteca. En este encuentro tuve ocasión de comprobar cuánto sabía José Antonio de pintura y cuánto la amaba. Acababa de volver de Milán y había tenido la oportunidad de ver la restauración de la Santa Cena leonardesca, de subirse a los andamios y observar, de cerca, la renovada pintura. Su entusiasmo al describir la increíble calidad pictórica de los objetos dispuestos sobre la mesa, de los panes, las frutas, los vasos vítreos y los platos metálicos, y sus reflejos... ¡Qué ingeniero más singular!