Un cliente muy especial (que no nos conocía pero al que habíamos sido recomendados) nos convocó en el barrio de Somosaguas de Madrid. Acababa de comprarse una mansión de poco interés arquitectónico aunque emplazada en un atractivo terreno. Tras visitarla, me preguntó si, con algunas reformas, podía transformarse en la casa más bonita de la capital. Le contesté que sinceramente no. Sin más preámbulos ordenó a su secretario que comenzasen a derribarla al día siguiente y me encargó el nuevo proyecto.

Madrid no es mediterráneo. Allí tuve que dejar de lado los patios, porches, pérgolas y jardines árabe-romanos que tanto amo. Quizás por esto –y por mi admiración por Lutyens– la casa y el jardín adoptaron un cierto aire británico. La mansión principal se desarrolla en dos plantas pero la colina asciende hasta la planta superior, a cuyo nivel, creamos un sendero elevado que coincide con el estanque situado en la cubierta de la casa de servicio, la cual, vigila la puerta de entrada a la finca.

Un gran zaguán acristalado de doble altura, con paredes estucadas, pavimento de adoquines de madera e iluminado por arañas de cristal, hace de patio de carruajes y de noble acceso (nadie llega allí caminando). La piscina exterior aparece como un estanque; la interior la situamos en el húmedo calor del invernadero.