Mi opinión sobre el cómico final del concurso del Prado. 

Septiembre 1996

 

Cuando una obra se empieza bien es muy fácil que se estropee al irla trabajando, pero cuando se empieza mal no hay quien la salve por mucho trabajo que dedique al intento; el mundo está lleno de edificios bien cimentados y mal rematados pero no permanece ninguno de los preciosamente rematados pero mal cimentados.

 El concurso del Museo del Prado es un proyecto absolutamente equivocado desde su inicio, nace de la falta de definición por parte de los responsables de concretar un programa, como si un brain storming internacional pudiese sustituir este compromiso, continúa con la utilización de unos edificios a cuyos propietarios no se ha consultado y que se pretenden comunicar mediante galerías subterráneas (solución aberrante a la que se han negado todos los proyectos responsables), y se remata con la peregrina e insólita idea de un concurso en dos etapas en que los finalistas continúan siendo anónimos. Cuando en un concurso se proponen varias fases se hace por dos motivos fundamentales: garantizar que los proyectos finalistas están bien enfocados y evitar la perdida de tiempo y entusiasmo al resto de los participantes, y poder conocer y dialogar en profundidad con los arquitectos seleccionados. En este caso resulta que ninguno de los proyectos finalistas estaba bien enfocado, por lo que sus arquitectos han trabajado en vano, y que, dado el pretendido secreto (tan estúpido como ingenuo; todos conocíamos la lista y parece que algunos compartían el mismo maquetista que cuidadosamente cubría las maquetas competidoras cuando llegaba un proyectista) ha resultado imposible que los autores explicasen y defendiesen su proyecto.

Por estos motivos, entre otros, tomé la sabia decisión de retirarme a tiempo, aunque llevado por el entusiasmante desafío había solicitado mi inscripción, previo abono del pago exigido. Me ha salido muy barato.