Firenze. La nuova città.

Florencia, n° 2. Enero-Junio 1993

 

Descubrí Florencia de niño cuando soñaba con ser pintor. Lo que más me impresionó fue Botticelli, por su sublime erotismo, aunque entonces, sólo lo intuía.

A los 18 años durante un curso de verano de la Scuola dell Belle Arti Pietro Vannucci de Perugia, que resultó decisivo en mi amor por Italia, volví a visitarla. Ya me había conformado con ser arquitecto y disfruté de veras con Brunelleschi y con las tumbas Mediceas.

En la Universidad, el estudio del Clásico había caído en el más absoluto descrédito. Los profesores, malos arquitectos sin ninguna convicción, pretendían que dibujásemos de memoria un Orden con indicación exacta de todas sus proporciones. Nos lo explicaban con tal frialdad y desgana que por un tiempo hasta pensé que prefería la arquitectura moderna y cuando viajaba a esta ciudad la primera visita era sistemáticamente a la estación de Micheluci.

Los años han pasado pero mi pasión por la belleza descuidada, dura, difícil y áspera de esta ciudad inacabada no se ha enfriado. La primera y profunda impresión que me produjo la escalera de la Biblioteca Laurenziana sigue viva y ya no digamos la de la Cappella Brancacci.

Desde que vi a Masaccio toda la pintura anterior me ha parecido primitiva y casi toda la posterior incapaz de alcanzar su monumentalidad. Quizás, Las Meninas