¿Un señor en una profesión de truhanes?
1998
para Josep Pratmarsó Parera. COAC, Barcelona
Pep Pratsmarsó... ¡qué personaje!. No hace tantos años que nos ha dejado y ya nos parece un individuo del siglo pasado.
Mucho han cambiado las maneras de los arquitectos en los últimos años. Hoy parece increíblemente pintoresco que el cátedro de construcción nos dijese un día en clase, con absoluta seriedad, que lo mínimo que se podía exigir a un arquitecto es que supiese llevar el smoking con propiedad, y que el catedrático de arquitectura legal insistiese en que antes de emitir un informe que pudiese perjudicar a un compañero de profesión nos lo pensásemos cien veces. ¿Cómo íbamos a estar preparados los arquitectos de mi generación, para que un joven catedrático de nuestra Escuela, conchavado con un prepotente bufete de abogados, emitiese informes que sirviesen para procesar a la mayoría de los arquitectos que colaboraron, con insólito entusiasmo y generosidad, en las edificaciones de la Villa Olímpica?
Seguramente este cambio de maneras era inevitable -algunos pensarán que incluso beneficioso- aunque haya podido resultar traumático para muchos, pero los educadísimos modos de Pratsmarsó ya resultaban encantadoramente anacrónicos en su momento. Muchas veces he pensado -e incluso se lo manifesté en un video sobre su persona que nos encargo el Colegio de Arquitectos-, que esta educación extremada, este exquisito respeto por los clientes, este pudor ante la promoción de su persona, fueran en cierto modo culpables de que su extremada sensibilidad y facilidad para nuestro Arte no cristalizasen en un arquitecto de fama. Parece como si a este hedonista, a este dandy mediterráneo, ir de triunfador por la vida no le pareciese lo suficientemente discreto y elegante.
En una ocasión, cuando Jordi Garcés y yo mostramos nuestra admiración por sus edificaciones en la Costa Brava, Pep propuso encantado acompañarnos personalmente a visitar varias de sus casas, y así lo hicimos. Nunca olvidaré aquella excursión. He comprobado en innumerables ocasiones lo difícil que le resulta al arquitecto conservar la amistad de sus clientes después de finalizar el trauma que para ellos representa construirse, y financiarse, la casa de sus sueños. He visto cómo ilustres compañeros no estaban autorizados a visitar casas que acababan de construir; porqué los propietarios no querían saber más de ellos. Por esto nos dejo boquiabiertos la reacción de los clientes de Pep. En todas las casas sin excepción, los clientes, y sobre todo las clientas, salían a recibirlo alborozados, lo abrazaban y se mostraban tan encantados por la visita como por la casa que estaban disfrutando. Ni uno sólo le recriminó un defecto de construcción -aquella gotera incontrolada, aquella grieta, aquella bomba que falla...-. Si de algo se lamentaban era de no haberle hecho mas caso al valorar el proyecto; de haberle censurado alguna propuesta que ahora veían clarísima.
Pratsmarsó, que en su juventud había estado implicado en actividades profesionales y colectivas -había sido arquitecto municipal, había pertenecido al Grupo R-, acabó encontrando su habitat natural allí, en el Ampurdanet; lejos del tumulto profesional, lejos de las publicaciones que invadían las universidades, lejos de la competencia de los grandes despachos. Los encargos le llegaban de forma totalmente personal, por personas que habían visitado obras anteriores, por amigos de antiguos clientes. Apenas se preocupaba por fotografiar sus casas, y, mucho menos por publicarlas. Cuando la Escuela, al fin, lo invitó a dar una charla, quedó preocupadísimo por su ignorancia sobre la actualidad de la polémica académica y nos solicitó una bibliografía apresurada sobre Aldo Rossi y Robert Venturi. Prácticamente no tenía despacho profesional; lo hacía todo personalmente con la ayuda de profesionales independientes y constructores de su confianza. Era un excelente y graciosisímo dibujante pero no le divertían ni tenía mucha confianza en los planos; prefería hacer croquis de intenciones y tomar decisiones en las visitas de obra que hacía semanalmente. En resumen: se tomaba esta agobiante profesión con una tranquilidad, una sensualidad y un desparpajo, que, si en su momento parecían pintorescos, hoy resultan incomprensibles.
Una anécdota resume, para mí, el encantador anacronismo que alcanzó Pep al final de su actividad profesional. Fue con motivo del encargo de la reforma del Palau de la Virreina que le hizo el ayuntamiento de Barcelona al inicio de la apertura democrática. Era el primer encargo público y el primero en Barcelona en muchísimos años; Pep estaba muy contento pero algo abrumado por la responsabilidad. Su largo y bucólico destierro le había alejado de todas las responsabilidades burocráticas que ya empezaban a ahogar nuestra actividad. Para ponerse al día y presentar el proyecto con toda corrección se dirigió un día a las oficinas de Edificación del Ayuntamiento: experiencia que a todos nos angustiaba por la cerrazón, la arbitrariedad, y, sobre todo, por el trato despectivo y humillante con el que los arquitectos de plantilla nos trataban.
El bueno de Pep nos explicaba, escandalizado, su traumática experiencia.
-¡Nunca diríais lo que me ha sucedido!. He ido, esta mañana al Ayuntamiento, me he informado de donde estaba la oficina en cuestión, he subido las escaleras hasta la última planta y he penetrado en una gran sala donde un numeroso grupo discutía, animadamente, entre risas y cuchufletas, revisando el proyecto de un colega. Debían ser arquitectos, aunque iban muy mal vestidos, pero esto es lo de menos, lo que me ha dejado de piedra, lo que me ha indignado, es que siendo todos ellos de menor edad que yo, hayan permitido que me quedase en pie, en el centro de la sala mas de cinco minutos, sin que ninguno se haya levantado para interesarse por lo que me había llevado allí..