Recuerdos de un grandísimo arquitecto.

Mayo 2000

El País/Quadern. Serie “Els quatre gats”.

 

José Antonio Coderch, un tipo al que respetaban cuatro gatos: dos aristócratas medio arruinados. y los otros dos extrañamente apasionados por la buena arquitectura.

José Antonio Coderch, un individualista acérrimo, un excepcional representante de los agonizantes valores morales de la derecha, un personaje –como Pla, como Dalí, como Borges, Nabokov o Ionesco– lógicamente inexplicable e incómodo para la inteligenzia progresista. Inteligenzia que, aun estando totalmente marginada e incluso perseguida por los poderes públicos, tenía un tremendo peso en el mundo cultural, una hegemonía casi total, mucho antes de la muerte del dictador; por más que todos en el extranjero, y muchos aquí se empeñen en olvidarlo.

José Antonio Coderch, al que hoy se le pasan por alto estas obsesiones trasnochadas, del que hoy hablamos bien casi todos los arquitectos, pero... un desconocido del gran público, sin una digna monografía sobre su brillantísima obra –a la que se han dedicado menos páginas couché que a la de cualquier joven minimalista–, que en la encuesta de un importante periódico local sobre el arquitecto más representativo del siglo, no sólo queda muy por detrás de las vedettes internacionales sino también de alguna de aquí.

Y, sin embargo, José Antonio Coderch fue, no sólo un maestro, el mejor arquitecto español desde la guerra hasta ahora, sino también una referencia permanente para los que le conocimos, un loco peligroso pero apasionado y apasionante, con aquel místico atractivo físico, con su aire de castellano viejo, con su eterno blazier y sus pantalones de franela gris, con aquellos ojos penetrantes que nos atemorizaban. En nuestra época de estudiantes lo idolatrábamos, no sólo el No son genios lo que necesitamos ahora (uno de sus poquísimos textos programáticos) era nuestra Biblia, sino que calzábamos los mismos Clarks, fumábamos el mismo tabaco Three Nuns en las mismas pipas Peterson, que nos parecían un prodigio de diseño, nos alumbrábamos –poco, todo hay que decirlo– con su famosa lámpara de madera... e incluso intentábamos proyectar como él. Alguno, como Pep Bonet, tenía el privilegio de trabajar en su estudio; otros, como Lluís Clotet y yo, lo teníamos de trabajar con su mejor alumno: Federico Correa.

En el estudio de Federico y Alfonso Milá, José Antonio era una autoridad indiscutible; muchos proyectos, en particular los de Cadaqués, evidenciaban la influencia del maestro, e incluso realizábamos el diseño interior de algunas de sus obras. (Esta admiración se enfrió irreversiblemente cuando Federico fue expulsado de su cargo de profesor en la Escuela de Arquitectura de Barcelona por un motivo político –creo que por negarse a firmar su acatamiento a los Principios Fundamentales del Movimiento, o por apoyar un manifiesto estudiantil, o algo así– y el entonces director, Roberto Terradas, ante el problema grave de sustituirlo –ya que Federico gozaba de un enorme prestigio entre los alumnos– intentó convencer a Coderch, el indiscutible maestro del mismo profesor expulsado. Y Coderch aceptó. Nunca se me olvidará la incredulidad de Federico ante la noticia, ni su llamada telefónica a José Antonio, ni su desconsuelo cuando éste le confirmó el hecho, motivado, según él, por la actitud pusilánime, de auténtico compañero de viaje, de Federico con respecto a los comunistas.)

Algunos de los consejos ‘coderchianos’ a la hora de proyectar no se me han olvidado, los he seguido a lo largo de mi carrera con absoluto convencimiento, han perdurado a través de las modas excluyentes y, a estas alturas, ya no es momento de sacármelos de encima. Hay que huir de la mierda: si sorteas todo aquello que te parece horrible alcanzarás inevitablemente la excelencia. No pretendas intelectualizar demasiado tu acto creativo: se aprende mucho antes a ir en bicicleta que a entender el principio físico que te sustenta. La inteligencia está al alcance de cualquier imbécil. No hay buenos y malos materiales de construcción, sólo hay materiales bien empleados y materiales mal empleados. Donde hay hierro, yerro hay. El cliente tiene todo el derecho a pedirnos algo que a nosotros nos parece horrible, no podemos descalificarlo por ello, pero le podemos decir con toda sinceridad que no se lo sabríamos hacer. Nunca es tarde para modificar un proyecto: aunque hayamos hecho esperar a los sufridos clientes durante años para comenzarlo, y hayamos tardado otro año en hacerlo, ahora que ya vienen camino del estudio para recogerlo, me doy cuenta que se puede mejorar, mejor dicho, que es una mierda, o sea que vamos a romperlo antes de que lleguen y lo volvemos a empezar.

Pero no sólo recuerdo estos consejos. También recuerdo actitudes quijotescas, muchas veces autoritarias e intransigentes –como muchas del ingenioso hidalgo, por cierto–, pero otras tan ejemplares que, vistas hoy, resultan casi incomprensibles. Citaré solo dos. Un año formó parte del jurado que debía otorgar unos premios FAD de arquitectura, jurado que estaba decidido a premiar un edificio de la Seat junto a la plaza Cerdá; un edificio vidriado del más ortodoxo y provinciano estilo internacional, cuya reciente reforma ha provocado una ligera polémica. José Antonio exigió a aquel jurado que, en el caso de que la obra resultase ganadora, constase en el acta su más radical desacuerdo, pues en modo alguno podía apadrinar el absurdo de una fachada totalmente vidriada –con el precio de construcción, control térmico y mantenimiento que esto significaba– para encerrar un almacén de coches. Poco antes de morir, estando él ya muy enfermo, lo visité en su casa, situada sobre el estudio, en la plaza Calvó, de la que ya no salía. Entonces, entre otras historias delirantes, me explicó, bastante indignado, que el político Trías Fargas le había preguntado sí aceptaría la Creu de Sant Jordi que la Generalitat estaba dispuesta a otorgarle. Ante mi desconcierto por su irritación, me reprodujo su respuesta; que qué se habían creído, que si consideraban que no se la merecía que no se la ofreciesen, y que si se la merecía, que se arriesgasen a que él la rechazase.

Ambas anécdotas definen a este personaje irrepetible, personaje que no imagino cómo podría sobrevivir hoy, en este mundo políticamente correcto, en este oasis catalán que nos envuelve, en la trama de compromisos en la que todos nos hemos enredado.

Yo, como todos, también tenía mi lámpara Coderch, y le pedí al maestro que me la dedicase. Mi lámpara, como todas, se acabó astillando allí donde la veta paralela de la madera se intersecciona con la curva del corte, pero conservé la pala con la dedicatoria del maestro. Está aquí, en una vitrina de mi estudio, muy amarilleada, con la dedicatoria apenas legible. Dice así: “A pesar de los pesares jugar limpio vale la pena. Con todo afecto. José Antonio Coderch.”